
por Grínor Rojo
En mi opinión, el fenómeno Trump (su megalomanía, su voluntarismo, su paranoia) hay que insertarlo dentro de un fenómeno mayor: la decadencia de un imperio, que en este caso es el imperio estadounidense. Trump, y sus actuaciones, puede compararse con la imagen (verdadera o falsa, eso importa poco, lo que importa es la metáfora) del emperador Nerón contemplando el incendio de Roma, el que él mismo ha desatado, cantando y tocando la lira (Trump juega al golf), y esperando que llegue el momento en que nada quede en pie para ponerse entonces a reconstruir la ciudad que él desea.
Ahora bien, todos los imperios tienen una curva de desarrollo. Pueden durar más o menos, pero la curva se mantiene. Como nos lo enseña Edward Gibbon, crecen, llegan a su apogeo y decaen. Cualquiera que posea un mediano conocimiento de la historia universal lo sabe. Recuérdese solo el título del clásico de Gibbon The History of the Rice and Fall of the Roman Empire (1776-1779). El protofascista Oswald Spengler ha de haber tenido ese título muy en cuenta cuando escribió y publicó La decadencia de Occidente (1918-1922).
Y en la circunstancia que aquí nos ocupa, la fase interesante de la curva es la bajada, la de la agonía del imperio, es decir, es la fase del decrecimiento, el declive y la extinción. Esa fase puede ocurrir, a mi juicio, de acuerdo a alguno de los tres modelos siguientes: (i) la caída puede ser abrupta, como en el caso del imperio soviético, que, aun cuando se venía deshaciendo hacía ya un largo rato, se derrumbó en solo un año, en 1991, desde el intento de golpe de Estado contra Mijaíl Gorvachov hasta el completo cambio de rumbo que le dieron al país sus sucesores; (ii) puede ser gradual, como la caída del imperio español, que se inició poco después del descubrimiento de América y no acabó sino con la guerra de 1898 contra Estados Unidos, o como la del británico, que perdió sus colonias una detrás de la otra a partir de la independencia de la India, en 1947: y (iii) puede intentarse también una reversión de la inercia declinante, e incluso haciendo como (dicen que) hizo Nerón, incendiando la ciudad para poder reedificarla desde las cenizas. La aplicación de este tercer modelo supone, por cierto, la creencia en que es posible poner el motor de la historia en marcha atrás, devolviéndole así al imperio la grandeza que tuvo en sus tiempos de apogeo.
Parece evidente que esto es lo que está haciendo Trump. Su lema, Make America Great Again (MAGA), es bastante explícito. Más aún: su retórica, durante el período eleccionario, fue siempre catastrofista. Kamala Harris, su oponente, intentó contratacar ese catastrofismo con el ofrecimiento de una cura para el cuerpo enfermo del país, pero sin destruirlo, y la gente no le creyó. Trump anunció en cambio que si lo elegían él iba a eliminar sin contemplaciones las causas de la enfermedad de “América”, cuya existencia reconocía, pero diciendo al mismo tiempo que era posible recuperar su salud “agan”, destruyendo lo malo y fomentando lo bueno quirúrgicamente. Se trataba de que Estados Unidos volviera a ser el país que fue alguna vez, en el siglo XIX, durante la guerra contra México (1846-48), la que les costó a los mexicanos la pérdida de la mitad de su territorio, durante la “conquista del Oeste” a mediados de aquel mismo siglo, con la compra de Alaska (1867) y con la anexión de Hawaii (1898) y cualquiera otro de esos actos cuyo común denominador era el expansionismo desmadrado. También, después de la Segunda Guerra Mundial, cuando el desastre ecuménico le dio a ese país un dominio total sobre el globo terráqueo.
Admitamos que un intento de reversión histórica con estas características “revolucionarias” es raro. Ningún imperio en decadencia ha dejado de hacer un esfuerzo para detener la caída, eso es cierto y es comprensible enteramente. Pero intentar detener la caída con la autodestrucción, y no para provocar con ello un salto hacia adelante, como en la teleología socialista, sino para producir un salto atrás, esto sí que es raro. Entre otras razones por su dificultad.
Para dar cumplimiento a sus propósitos, el hombre que quiere llevar este proyecto a la práctica necesita meter mano desde luego en la base económica del imperio, y ello supone una movida hacia afuera, por medio de una expansión territorial, y una movida hacia adentro, por medio de una reenergización productiva en el territorio propio. En otras palabras: el proyecto de Trump supone un intento de reacumulación capitalista con un despliegue neocolonial hacia comarcas del globo no incorporadas aún en la lista de las actividades del sistema o que no lo han sido suficientemente, sumada a una profundización en la obtención de ganancias al interior de las comarcas que se encuentran ya bajo su dominio, entre otras medidas corrigiendo el desequilibrio de la balanza comercial, disminuyendo el gasto público (en previsión, en educación, en salud, en cultura, de paso eliminando los programas que reducen la exclusión y promueven la igualdad), reindustrializando y mercantilizando a diestra y siniestra, con el consiguiente deterioro de las condiciones de vida de los ciudadanos.
Y para eso se necesita, por supuesto, aplicar poder. En otros tiempos se hubiese recurrido al poder de las armas, en el acto y sin más trámite. El gobierno del imperio, sintiéndose amenazado o al estar comprometido en un proceso de recomposición profunda, hubiese enviado a sus tropas a combatir al enemigo externo y/o interno (para lo del “enemigo interno” recuérdese la aplicación de la doctrina de la “seguridad nacional” por parte de las dictaduras latinoamericanas de los sesenta y setenta, en línea con las enseñanzas de la panameña Escuela de las Américas. Estamos hablando de contrainsurgencia) y reparando de esa manera el daño no importa cuál fuese. Estados Unidos hizo eso hasta hace muy poco: “democratizó” a sangre y fuego Afganistán, en 2001; Irak, en 2003; Libia, en 2011; Siria, en 2014; y colabora actualmente en la guerra de Israel contra el pueblo palestino y demás pueblos árabes. Nótese que, en todas estas aventuras, ha salido con la cola entre las piernas. En el tablero de las opciones de Trump, sin embargo, la recurrencia a las armas, aunque no se excluye, que esto quede bien claro (ha amenazado abierta o veladamente con enviar tropas a Panamá y a Groenlandia, por ejemplo), ese no es el método principal.
Los métodos que él prefiere son dos: la extorsión económica, de preferencia por la vía de la subida de los aranceles a las importaciones (aunque no es la única, la extorsión a Ucrania la hace aprovechándose de las necesidades de ese país en su defensa contra la invasión rusa… Yo te ayudo en las necesidades de la guerra, pero tú me das a cambio la mitad de tus riquezas minerales) y la tecnología de las comunicaciones. Su empleo del primer método está causando, según lo asegura la gran mayoría de los economistas (yo no lo soy, y cito por eso a los que saben) estragos. Se anticipa una recesión que pudiera ser tan devastadora como la que inició la crisis de 1929. Está entre las posibilidades, pero nadie puede predecir cuándo podría llegar y con qué profundidad.
El segundo método consiste en el dominio y la aplicación de la tecnología comunicacional. La experiencia histriónica de Trump no es un dato menor en este sentido. Fue figura de la televisión estadounidense durante años y eso le permitió familiarizarse con la capacidad de seducción de las tecnologías telemáticas y cibernéticas. Se dieron cuenta, y yo presumo que también sus asesores actuales, de que sus ademanes en la televisión producían un efecto tremendo en los espectadores, que el dedo de este gigante rubio apuntando al culpable y vociferando con su voz estertórea “you are fired”, frente a las cámaras, lo hacían identificable y elegible en la tierra de los cowboys.
Y tienen que haberse dado cuenta igualmente de algo que era aún más serio. Según un estudio del Pew Research Center de Washington DC, en 2012 había en Estados Unidos un 49 por ciento de personas que se informaban solo mediante su celular. En 2016, ese porcentaje había subido hasta el 62 por ciento. Se sabe que Trump no lee libros, que la palabra escrita no es un medio que él favorezca. Opta, en cambio, por el texto corto y la imagen impactante. Y el celular les da eso, exactamente, a él y a quienes lo siguen. Hay así una sintonía completa entre el individuo Trump y los hábitos comunicacionales del sesenta o más por ciento de sus conciudadanos. La “conectividad” entre ellos está asegurada. Que esos conciudadanos suyos lo hayan elegido presidente con 49,9% del voto popular, a pesar de las múltiples señales de advertencia respecto de su estabilidad emocional, no es una casualidad.
Es decir que la batalla por el poder se libra hoy en el mundo sobre todo en el terreno de las comunicaciones y que Trump sabe cómo moverse allí como un pez en el agua (su eco trasandino, Javier Milei, es un devoto de la misma religión). Ese es su método favorito para “Make America Great Again” (el argentino promete un regreso a la época de la “Argentina potencia”). Si la extorsión, arancelaria u otras, le permite a Trump revitalizar la economía (hay más de una duda sobre su éxito, ya lo dije), el dominio tecnológico en el campo de las comunicaciones es el encargado de mantener a los desfavorecidos en calma, es el que los convence de que sus penurias actuales son las previsibles y previstas para la que no es más que una “etapa de transición”. Pelear contra las determinaciones del presidente es, por lo tanto, un gesto de rebeldía innecesaria. Más temprano que tarde la “grandeza”, esa que existió en el pasado de “América” y de la que todos y todas disfrutaron, va a retornar.
A los países subdesarrollados (ahora nos llaman “los del Sur”), que hemos sufrido las agresiones del imperio antes y ahora, y hemos procurado defendernos de ellas como hemos podido, nos tiene que quedar muy claro que esta -de las comunicaciones- es la vía contemporánea predilecta para ejercer el dominio. En 1922, el periodista Walter Lippmann habló de las comunicaciones como la “fábrica del consentimiento”, una expresión afortunada y que Noam Chomsky y Edward S. Herman retomaron en el título de su Manufacturing Consent: The Political Economy of the Mass Media, de 1988. Eso pasó hace muchísimos años, cuando las tecnologías cibernéticas, las de máxima sofisticación, aún o no existían en absoluto o estaban recién en la etapa de laboratorio. Hoy se encuentran al alcance de todos, y perfeccionándose a cada minuto. Fabricar con ellas el consentimiento de los ciudadanos es más fácil hoy que antaño y constituye la especialidad de Trump y los trumpistas. El auge mundial de la ultraderecha es una prueba terrorífica. Sus equipos digitales son poderosos y fabrican verdades espurias todos los días. Si nosotros no aprendemos a movernos en este terreno, no solo estableciendo la verdad de lo encubierto sino contratacando con expedición y firmeza, estaremos jodidos… y podría ser que por última vez.