
por Antonia Crespí Ferrer
El presidente de EEUU libra una batalla ideológica contra instituciones culturales como universidades, museos, medios de comunicación, colegios e incluso el poder judicial, por las que la Administración pasa su máquina coercitiva para castigar a sus enemigos
Cuando el profesor Samuel Redman termina una de sus clases de historia en la Universidad de Massachusetts, no puede evitar pensar si los comentarios que ha hecho en el aula podrán ser usados por el Gobierno de Donald Trump para señalarlo y perseguirlo. En la Universidad de Columbia, la profesora Jane Brooks —nombre ficticio para preservar el anonimato— explica que muchos de sus alumnos y colegas están considerando aparcar sus tesis e investigaciones porque tratan temas relacionados con Palestina o políticas de diversidad. Ella, que también trabaja en este área, ha optado por el perfil bajo. “En estos últimos tres meses ha aumentado la paranoia sobre lo que se habla en clase. Incluso a mis alumnos se les ve desconfiados y con miedo a expresarse abiertamente. Desconfían unos de otros”, dice Brooks a elDiario.es.
La Universidad de Massachusetts no está en la lista negra de centros educativos contra los que Trump está librando su guerra cultural. Columbia sí: el Gobierno le suspendió 400 millones de dólares en fondos bajo diversas exigencias para intervenir en el funcionamiento del centro. A pesar de la diferencia entre ambos lugares, el relato de Redman y Brooks es similar. Ambos ya conviven con esa vocecilla del “¿y si…?” que hace que revisen sus palabras en medio de la persecución ideológica que el presidente estadounidense está librando dentro de las instituciones culturales.
Universidades, museos, centros de artes —ya sean públicos o privados— son susceptibles de caer bajo la maquinaria coercitiva del Ejecutivo trumpista. La guerra contra la disidencia se extiende también a los estudiantes particulares que denuncian el genocidio en Gaza; los periodistas que no compran la agenda del presidente o que siguen utilizando el nombre de Golfo de México en lugar de Golfo de América; los jueces que cuestionan la legalidad de sus medidas; e incluso los abogados que defienden esos casos ante la Justicia.
Durante la campaña, Trump prometió poner fin a lo que la extrema derecha y los conservadores consideran la agenda “woke”. En el Project 25 ya se hablaba de volver a restaurar y recuperar todos los valores relacionados con la familia tradicional. Que el presidente iba a atacar temas como la cuestión palestina, las políticas de diversidad e igualación y el cambio climático era algo esperable. “El problema es que creo que nadie esperaba que las cosas se pusieran tan mal en términos de violencia cultural e intelectual como lo que ha estado haciendo la gente de Trump hasta ahora. Creo que eso fue un error, podríamos haber estado más preparados”, expone Christia Mercer, catedrática de filosofía de Columbia.
Mercer es una de las académicas que lideró la iniciativa para reclamar a la dirección de la universidad que se retractara de su decisión de claudicar ante las exigencias de Trump para descongelar las subvenciones. Inicialmente, Columbia había aceptado que se nombrara a una nueva persona para que revisara el contenido de los cursos del Departamento de Oriente Medio y también había aceptado la presencia de agentes con autoridad para practicar arrestos dentro del campus. Esta misma semana, a raíz también de la decisión de Harvard de plantarse ante una situación similar, la dirección del centro matizó su postura y decidió rechazar cualquier acuerdo con Trump que erosionase su independencia académica.
“Como no estábamos preparados, el golpe nos tiró por un momento al suelo, pero ahora creo que nos estamos levantando y vemos la importancia de estar unidos para enfrentarlo”, reflexiona Mercer, y añade: “Cuanto más tardemos, más difícil será poder responder”. A pesar de que ahora se ha puesto en la primera línea de frente para intentar que Columbia no acabe cediendo del todo a los deseos intervencionistas del presidente, también reconoce que hace meses que en sus clases ya vigilaba la manera en que habla sobre el racismo, el feminismo o la causa palestina.
“En el semestre del pasado otoño ya decidí ser mucho más cuidadosa que nunca antes. Tenía miedo a ser señalada. Era algo que ya había pasado con otros profesores”, relata, y señala cómo este temor ya existía en Columbia antes de que Trump llegara al poder. Los republicanos pusieron a la universidad en el punto de mira tan pronto como empezaron las protestas contra la guerra de Gaza, poco después del 7 de octubre. Durante la acampada de la primavera pasada, el ambiente ya estaba enturbiado por las acusaciones de “antisemitismo” que ahora el Gobierno usa tanto como criterio para denegar visados, detener activistas y cortar fondos a instituciones.
También apunta que, en su caso, al ser ciudadana estadounidense, puede permitirse hablar abiertamente en contra de lo que está pasando en el campus. “Cuando el departamento de Filosofía redactó una carta contra la detención de Mohsen Mahdawi, decidimos que no incluiríamos los nombres de los profesores que la firmamos. Lo hicimos en nombre del Departamento porque algunos de nuestros miembros están aún con la green card [el permiso legal de residencia y trabajo], pero creíamos que no era seguro que la firmaran”, expone Mercer.
Presión económica contra instituciones
Mahdawi, que es estudiante de Filosofía, es el último alumno de Columbia que, a pesar de tener un estatus legal en el país, ha sido detenido por su implicación en las protestas propalestinas y ahora se enfrenta al riesgo de deportación. De hecho, el miedo a las represalias por parte del Gobierno de Trump se hace sentir más entre los alumnos y académicos que no tienen la ciudadanía. Una de las razones por las que Brooks prefiere mantener el anonimato es esta, de hecho. “Ahora mismo estoy conviviendo con esta posibilidad de tener que volver a mi país. No solo por las represalias, sino porque lo que Trump está haciendo con las universidades afectará a cómo se hace toda la investigación en general. No solo en áreas culturales. Tengo colegas investigadores en medicina que están revisando determinados enfoques con relación a las personas LGTBIQ”, expone.
La presión, principalmente económica, que está ejerciendo el Gobierno estadounidense contra las instituciones de educación superior es la misma que también ha aplicado a colegios e institutos. Trump firmó dos órdenes ejecutivas para eliminar las políticas de diversidad en los centros de educación primaria y secundaria. Una es la titulada “Poner fin al adoctrinamiento radical en la enseñanza K-12” y la otra fue la que firmó para prohibir la participación de las mujeres trans en las ligas femeninas. En esta última, amenazaba con cortar la financiación a los centros que siguieran permitiendo participar a mujeres trans en sus competiciones y equipos.
“Está claro que Trump se está fijando en las universidades porque son el centro neurálgico de la disidencia discursiva. Donde siempre nacen las resistencias”, defiende Brooks. Del mismo modo que la nueva administración intenta despojar de poder a estas disidencias discursivas actuales, también quiere aplicar un revisionismo del discurso a la historia. Es por ello que ahora los museos y centros de conservación federales también han caído bajo la inquisidora revisión del Gobierno.
El pasado 27 de marzo, el presidente firmó una orden ejecutiva titulada “Restaurando la Verdad y la Cordura en la Historia Estadounidense”, donde ordenaba eliminar la “ideología inapropiada, divisoria o antiamericana” de los museos del Instituto Smithsonian. Trump acusaba al complejo museístico, educativo y de investigación más grande del mundo de intentar reescribir la historia sobre temas relacionados con la raza o el género.
El profesor de historia Samuel Redman recuerda cómo el Smithsonian, a pesar de ser una institución federal, “siempre ha tenido una separación de sus mecánicas de funcionamiento con el Gobierno”. A pesar de que indirectamente algunos gobiernos han intentado influir a su manera sobre el trabajo de documentación, recolección y estudio de los museólogos e investigadores del Smithsonian, Redman apunta que nunca antes se había visto una confrontación tan directa como la de Trump.
“Esto es una alarma de nivel de emergencia para la historia pública, la ciencia y la educación. Y sin duda los archivistas, historiadores y conservadores están pensando —y deben pensar— en este momento cuáles son algunas de las formas en que podemos prepararnos y resistir. Y a veces eso implica hacer cosas como documentar en ordenadores personales y en discos duros personales el material histórico que está en bases de datos del Gobierno”, expone Redman. Reconoce que es algo que se ha planteado hacer él mismo. El profesor, especializado en la historia americana de los siglos XIX y XX, explica que prepara buena parte de sus clases con el material que tiene publicado la institución.
Poco después de que Trump firmara la orden ejecutiva para interferir en las mecánicas del complejo museístico, se descubrió que la página web del Servicio de Parques Nacionales había borrado de la página sobre el ferrocarril subterráneo las referencias a Harriet Tubman, una figura histórica en la lucha contra el esclavismo. En un caso más reciente, este viernes, el Gobierno de Trump sustituyó las páginas web sobre la COVID (como covid.gov) con una nueva interfaz donde defiende que el virus que causó la pandemia salió de un laboratorio de China. La página, titulada “Lab Leak, el auténtico origen del COVID”, también acusa al doctor Anthony Fauci, exdirector del Instituto Nacional de Alergias y Enfermedades Infecciosas, de promover una “narrativa favorecida” según la cual la COVID se originó de forma natural.
Ataques a la prensa
Bajo esta premisa de “restaurar la verdad”, el presidente también está atacando a los medios de comunicación tradicionales, a quienes llama legacy media. En las comparecencias, tanto Trump como su secretaria de prensa, Karoline Leavitt, no han tenido problema en atacar abiertamente a periodistas de estos medios. Los comentarios pasivo-agresivos a las preguntas de los medios que el Gobierno considera que fabrican fake news son una constante.
En aplicación de esa política contra los medios, la Casa Blanca ha vetado el acceso a los periodistas y fotógrafos de la agencia Associated Press (AP) a los viajes y convocatorias de Trump en el Despacho Oval por no referirse al Golfo de México como Golfo de América. Tras recurrir ante la Justicia, AP ha logrado que un juez ordene a Trump revertir la decisión invocando la libertad de expresión y la libertad de prensa. En el mismo sentido, tanto la Casa Blanca como algunos departamentos han reducido el acceso a los grandes medios a sus instalaciones, ruedas de prensa y coberturas para dar espacio a pseudomedios y canales de YouTube de tendencia ultraconservadora y favorable al presidente.
Pero no solo eso. Trump está empleando la, en teoría independiente, Comisión Federal de Comunicaciones (FCC en sus siglas en inglés) para iniciar investigaciones contra los medios de comunicación que no apoyan sus políticas. El pasado domingo, el presidente instó al nuevo responsable de la FCC, Brendan Carr, a castigar a la CBS por emitir dos reportajes críticos con su postura sobre Ucrania y Groenlandia en el programa ’60 minutos’, uno de los programas informativos más prestigiosos del país. “La CBS debería perder la licencia”, llegó a decir Trump en un mensaje en su red social, Truth Social. Aunque la FCC se ha centrado tradicionalmente en la autorización de compraventa de licencias, fusiones y asuntos de competencia, Carr ha entrado de lleno en las coberturas de los medios cuyas licencias supervisa y ha amenazado con investigaciones a CNN o NBC por el tono de sus informaciones sobre las deportaciones de migrantes.
El lunes, durante la reunión en el Despacho Oval, el presidente salvadoreño Nayib Bukele comentaba cómo era posible que las cifras sobre el descenso de cruces fronterizos no salieran en las noticias. “Bueno, las fake news como la CNN se salen con la suya. A la CNN, que está aquí, no le gusta dar buenas cifras, porque solo les gusta publicar esto otro. Creo que, de hecho, odian nuestro país”, respondió Trump. Como reprimenda, a la hora de empezar la ronda de preguntas, el magnate se permitió decir: “No empecemos con la CNN”.
Este viernes por la mañana, la cuenta oficial de la Casa Blanca publicaba una captura del titular del New York Times sobre el encuentro del senador por Maryland con el hombre deportado por error a la prisión de El Salvador, Kilmar Abrego García. El titular es: “Senador se reúne con el hombre de Maryland deportado por error en El Salvador”. Con unas rayadas en rojo, aparece cambiado el titular por “Senador se encuentra con un inmigrante ilegal del MS-13 en El Salvador que no va a volver”. Y añadía en la descripción del post: “Lo he arreglado para vosotros, New York Times. Ah, y por cierto, senador Chris Van Hollen, NO va a regresar”.
La Casa Blanca, que en su momento reconoció que había deportado a Abrego García por error, ahora se agarra sin pruebas a la afirmación de que es un miembro del MS-13, la Mara Salvatrucha, y en que no puede devolverlo a Estados Unidos.
Objetivo jueces y abogados
Un grupo de abogados presentó una petición de emergencia al Tribunal Supremo pidiendo a los jueces paralizar las deportaciones de inmigrantes indocumentados a prisiones de terceros países como El Salvador de Nayib Bukele. Este sábado, el Supremo ha fallado contra Trump y ha ordenado al presidente detener temporalmente las deportaciones basadas en la Ley de Enemigos Extranjeros, un texto aprobado en 1798 y solo utilizado en tres ocasiones en periodos de guerra.
En su choque con el poder judicial, el presidente estadounidense, Donald Trump, está buscando atajos. Los jueces federales se han convertido en la primera línea de defensa contra sus ambiciones de extralimitar el poder presidencial, pero para que los magistrados puedan bloquear las órdenes ejecutivas, es necesario que los abogados presenten el caso.
Mientras la Casa Blanca desafía abiertamente la autoridad de los tribunales, en un segundo plano está atacando y acorralando a las firmas legales que han iniciado procesos contra sus políticas. La lógica es clara: sin abogados que interpongan demandas, no es necesario enfrentarse a los jueces, pues estos no pueden tomar partido.
El presidente ha firmado una serie de órdenes ejecutivas en las que ha acusado a grandes bufetes de abogados —como Paul Weiss, Jenner & Block, Covington and Burling y Perkins Coie— de instrumentalizar el sistema judicial. Además, también ha señalado una serie de despachos que, según él, le han perjudicado de algún modo: ya sea trabajando para sus rivales políticos o bien impulsando casos contrarios a su agenda de gobierno. En total ha habido hasta ocho bufetes que han sido blanco directo del presidente.
Algunos de los despachos han plantado cara al presidente, alegando en demandas judiciales que las órdenes ejecutivas buscan meter miedo en el sector y disuadirlos de aceptar determinados casos. Otros han optado por llegar a acuerdos con Trump, comprometiéndose a dedicar decenas de millones de dólares para apoyar legalmente iniciativas de la Administración.