
por Rolando Astarita
En una entrevista (lunes 14 de abril) que Alejandro Fantino hizo al presidente Milei, este volvió a defender el principio de la imputación, de la escuela austriaca. Decimos “volvió” porque ya en otras oportunidades reivindicó esa explicación.
La idea central de la tesis austriaca dice que los precios de los “bienes de orden superior”, los factores de producción -las máquinas, instalaciones productivas o comerciales, materias primas, ingresos de los trabajadores-, se determinan a partir de los precios de los bienes finales, o de orden inferior. Estos últimos están determinados por las valoraciones subjetivas de los consumidores. “Los precios determinan los costos, y no son los costos los que determinan los precios”, sostuvo Milei. En palabras de otros austriacos, “el valor de los bienes de consumo se transfiere, o se imputa, a los factores productivos”.
El problema central
Además de cuestiones referidas a la fundamentación misma de la teoría subjetiva del valor (véase, por ejemplo, aquí, aquí, aquí, aquí), el problema central de la tesis de la imputación es que no hay manera de que los precios de los factores de producción se determinen a partir del valor de los bienes de consumo.
Para ponerlo de la manera más simple posible, supongamos que en la producción de un pastel de chocolate intervienen harina (2 tazas); huevos (2); azúcar (1/2 taza); mantequilla (1 cucharada); leche (3/4 de taza); granos de chocolate (250 gramos); polvo de hornear (2 cucharadas pequeñas); uso de recipientes y batidora; horneado a 35° durante 40 minutos (con su correspondiente consumo de gas); y trabajo del pastelero (1/2 hora). ¿Alguien puede determinar cuánto contribuye cada uno de esos factores al valor de uso del pastel? Respuesta: no hay manera de determinarlo. Peor todavía: ¿cómo se puede establecer el valor de los medios de producción y trabajos (aceptemos ahora que el trabajo tiene valor) que intervienen en la producción de los factores productivos que, supuestamente, asumen su precio a partir de su contribución a la utilidad, en el margen, del producto final? De nuevo, la respuesta es que no hay manera de determinarlo. Pero esto es lo que ocultan los austriacos (y Milei) cuando “venden” esta teoría a la opinión pública, y a los Fantino de turno.
Citando una nota anterior
En una nota anterior (aquí), también en crítica de la defensa de Milei de la tesis de la imputación, escribimos:
“… los propios economistas austriacos han reconocido las dificultades prácticamente irremontables de su tesis de la imputación. Es un problema al que dan vueltas y vueltas, pero no logran resolver ¿Por qué? Pues porque ningún instrumento productivo tiene un rendimiento sin la ayuda de algún otro elemento. Y cuanto más se desarrolla la producción, más numerosos son los instrumentos productivos que cooperan, y más complicados los métodos de producción. Lo cual plantea la pregunta de cómo se llega a la valuación individual de los elementos productivos a partir de los bienes finales, dada la intrincada red de mercancías que entran como insumos productivos para obtener más y más bienes que demandan, a su vez, más variados insumos productivos. Dice uno de los referentes de la escuela austriaca, Friedrich von Wieser: “Para obtener esto [la valuación individual de los bienes de producción], necesitamos… una regla que haga posible dividir todo el rendimiento en partes singulares” (Natural Value, Londres, Macmillan, p. 77). Precisa: cuando la tierra, el capital y el trabajo operan de conjunto, hay que ser capaz de separar la cuota que corresponde a la tierra, al capital y al trabajo. Más aún, es necesario poder medir los servicios de cada pieza separada de la tierra, de cada medio de producción, de cada trabajador. Para que se tome conciencia de la tarea a resolver: hay que distinguir cuánto ha contribuido la pieza X, o la máquina que produjo la pieza X, al resultado final, el producto de consumo Y, en el que X puede haber entrado como insumo junto a cientos de otros insumos; y en combinación con decenas de trabajos de diferentes calificaciones y habilidades”.
El caso de la industria automotriz
Para que se vea el despropósito de lo que se está planteando, tomemos el caso de la industria automotriz. En la actualidad, un automóvil tiene entre 80.000 y 90.000 piezas diferentes (entre ellas, amortiguadores; caja de velocidad y sus engranajes; luces y sus correspondientes instalaciones; volante; frenos; espejos; parabrisas; transmisiones; batería y un larguísimo etcétera). Una planta moderna puede emplear unos 10.000 trabajadores, y producir, digamos, alrededor de 150.000 vehículos anuales (con variaciones de modelos dentro de ese total). Agregamos que en la producción entran, además, los insumos en forma de materias primas o auxiliares. También las máquinas (como los robots de las líneas de producción), así como las máquinas e insumos que producen máquinas e insumos que están “más arriba” de la cadena productiva; los que a su vez son producidos por más máquinas y consumen productivamente más materias primas. A lo que se suman los diferentes tipos de trabajos. El resultado: no hay manera de derivar los precios de todos estos factores de producción a partir de la utilidad marginal que los consumidores asignan al automóvil. Esto sin contar que las utilidades asignadas pueden ser muy diversas, no solo ni principalmente por variaciones de gustos y preferencias, sino también, y más fundamental, por las relaciones sociales en que los consumidores están inmersos.
La “solución” de Wieser
Como mostramos más arriba, Wieser –el austriaco que más profundizó en la imputación- fue consciente de las dificultades de “imputar” precios a los factores de producción a partir de los bienes de consumo. Además, se dio cuenta de que el método de Menger para la imputación tenía fallas. Es que Menger supuso que se podía determinar cuánto contribuía cada factor a la producción del bien final suponiendo que ese factor desaparecía; o que disminuía, en algún grado, su participación en la producción del bien de consumo. Como observó Wieser, ese procedimiento falla si al quitar uno de los “bienes complementarios” utilizados en la producción, también se priva a los otros de una porción de su efecto. En ese caso, si suponemos que se disuelve la combinación y preguntamos cuál es el residuo que queda, no podemos descubrir el valor de uno de los bienes complementarios.
Wieser intentó entonces otro camino. Supuso un sistema con tres “factores de producción”, X, Y, Z, que producen tres bienes finales. En su ejemplo numérico: X + Y = 100; 2X + 3Z = 290; 4Y + 5Z = 590. Resolviendo el sistema de ecuaciones resulta X = 40; Y = 60; Z = 70. Pero el propio Wieser reconoce que si son muchos los “bienes de producción” –muchas variedades de trabajo y de tierra, y de “bienes de capital”-, “ya no hay el número de ecuaciones necesarias para una solución. Pensemos en el ejemplo de las 80.000 o más partes que conforman el automóvil, con sus correspondientes factores de producción. O en la construcción de un avión, o una computadora. Es imposible imputar a cada uno de esos factores a partir de los precios finales, para construir sistemas de ecuaciones (cientos de miles) con la suposición de que hay tantos procesos productivos como bienes finales a los que se les debe imputar una contribución a la utilidad en el margen.
Algunos recurren al cálculo diferencial
A pesar de las objeciones y por sobre los supuestos heroicos que demanda la tesis de la imputación, la mayoría de los referentes austriacos siguió apelando, durante años, a la solución Wieser. Otros, en cambio, ensayaron otro camino: suponer pequeñas variaciones en la participación de los insumos en el producto final para deducir –derivadas mediante- las variaciones de la utilidad en el margen. Por ejemplo, si se trata del pastel se puede suponer que, en lugar de 2 tazas de harina se emplean 21/10 de tazas, y detectar entonces la variación marginal de la utilidad. Y así con todas las variantes posibles (¿qué ocurre si se emplean 11/5 tazas de harina? ¿O 9/5?). Y lo mismo debería hacerse con todos los demás insumos. A lo que habría que sumar variaciones de combinaciones. Así como las posibles participaciones de azúcar, harina, horno, chocolate, trabajo, en la producción de pasteles de otros tipos, y delicias varias. Con el agregado de que habría que determinar qué tan representativa es la muestra de variaciones en los gustos de los consumidores. Además, teniendo en cuenta que en muchos casos las variaciones en las proporciones de insumos dan como resultado cambios cualitativos en el producto final. Recordemos que en la industria se trabaja con márgenes de error: dentro de los mismos los productos son utilizables, y por fuera de los márgenes hay que desecharlos. El cambio es discreto, y el cálculo diferencial tampoco se podría aplicar.
En resumen, no hay manera de establecer una conexión sistemática entre variaciones –sean infinitesimales o discretas, incluyendo estas la desaparición del insumo- con variaciones marginales de la utilidad. Por lo cual no tiene sentido sostener que las empresas deben conocer el principio de imputación para su buen desempeño.
Una construcción sin conexión con el mundo real
La Economía Política, como ciencia, debe partir de hechos reales y observables. Es lo que no hace la escuela austriaca. Su tesis de la imputación es una construcción abstracta (o sea, separada de la realidad), sin pie ni cabeza. No hay empresario que establezca el precio de los insumos de la manera que proponen los austriacos, y Milei. Para el empresario los precios de los insumos (incluidos los de la fuerza de trabajo) están dados –sea expresados en moneda nacional o en moneda mundial- y sobre eso recarga una tasa de ganancia que, en promedio, debería acercarse a la tasa media de rentabilidad de su rama. Por eso, en los negocios habituales de los capitalistas no encontramos ni rastros del principio austriaco. La práctica es la del “mark-up”, esto es, establecer un recargo sobre los costos, lo que determina la rentabilidad (sobre las ventas, o el capital invertido). Si la empresa no puede vender el producto a ese precio –por caso, porque la competencia mejoró la tecnología y abarató el producto para ganar mercado- tendrá pérdidas, y deberá cerrar si no invierte en la nueva tecnología.
Dislates del dúo Milei – Fantino sobre el Sahara y botellas de agua
Durante el reportaje de marras Fantino pidió a Milei algún ejemplo concreto de cómo funciona el principio de imputación. Al eximio economista no se le ocurrió nada mejor que hablar del precio que se puede cobrar por una botella de agua en el desierto. Es que si la persona que quiere comprar está medio muerta de sed, se avendrá a pagar una fortuna por el precioso líquido. Fantino contribuye a redondear el argumento: “te doy toda mi fortuna para salvar mi vida”. Milei, como consagrado economista que es, ejemplifica con números: si la botella de agua tiene un costo de producción de 0,8 dólares; y si el margen de utilidad es 25%, el precio de la botella es 1 dólar. Pero, dadas las urgencias por hidratarse, y si hay monopolio por el lado de la oferta (supongamos que existe un único propietario del pozo de agua disponible, y el tipo es codicioso), el precio de la botella puede llegar a igualar a la fortuna de nuestro Fantino-cliente. Con lo cual se demuestra, según Milei y los austriacos, que lo que determina el precio no es el costo de producción, ni la ganancia, sino los gustos y preferencias de los consumidores (en el caso que nos ocupa, la “preferencia” de Fantino de evitar la muerte).
El razonamiento es sencillo y directo, pero está equivocado. ¿Por qué? Pues porque Milei-Fantino han supuesto que, del lado de la oferta no hay competencia, sino monopolio. Y si hay monopolio no hay ley económica (como sabían los clásicos y Marx). Cuando un único productor domina el mercado el precio está determinado por la urgencia, el capricho, o cualquier otra situación personal de quien demanda. Por eso, el monopolio permite obtener ganancias muy superiores a las que rigen en el promedio de la industria, o de la economía. Obsérvese también que en este ejemplo teórico no hay razón para sostener que el precio del vidrio de la botella de agua, o de la gasolina empleada para la bomba que extrae agua del pozo, están determinados por imputación a partir del precio que paga el consumidor.
Si introducimos la competencia el panorama cambia. Si, para seguir con nuestro caso, entran en liza varios productores de botellas de agua, el precio “artificialmente alto” (expresión de los austriacos, en el fondo contradictoria con su teoría) debería comenzar a bajar. ¿Hasta dónde? Respuesta: hasta el nivel que el precio cubra los costos de producción de los que embotellan agua más una tasa de rentabilidad promedio que está socialmente determinada. Para seguir el ejemplo de Milei-Fantino, ese precio es 1 dólar por botella (con el 25% de ganancia). Resultado horroroso: se parece al planteo clásico (y de Marx, aunque con otro fundamento) como dos gotas de agua. El hecho de que el mismo Milei haya debido asumir un precio determinado por los costos, para postular el precio “artificialmente alto” que debe pagar el Fantino en el Sahara, es indicativo de la falta de centro de gravitación de los movimientos de precios en el marco teórico austriaco. De hecho, en este planteo todo precio es “de equilibrio”, por lo que tampoco existirían los precios “artificialmente elevados”. Estamos sumidos en el pantano de lo indeterminado. ¿Por eso a esto le llaman ciencia?
El ejemplo del agua en el desierto muestra lo contrario de lo que Milei quiere demostrar
La respuesta de Fantino a la pregunta de Milei de cuánto pagaría por la botella (“te doy lo que tengo porque me muero de sed”) es lo opuesto de lo que necesitaba el argumento de Milei. Es que nuestro austriaco local decía que, ante la remarcación de precios que se produjo luego del levantamiento (parcial) del cepo, los consumidores tenían que disminuir la demanda para obligar a los empresarios a volver a los precios anteriores. Para argumentar a favor de este pedido Milei presentó el caso del agua en el desierto y la sed de su amigo Fantino. Pero Fantino no dijo que prefería morir de sed antes que pagar un precio arbitrariamente elevado, sino exactamente lo contrario: prefiere perder su fortuna antes que morirse de sed. Por lo que cabe preguntarse ¿qué rayos tiene que ver esta reacción del amigo de Milei con los consumidores argentinos que bajan la demanda ante un aumento de los precios? Respuesta: nada que ver.
Por otra parte, el supuesto de una caída circunstancial de la demanda, y retroceso de los precios, no aporta prueba alguna para validar el principio austriaco de la imputación ni, más en general, la teoría del valor utilidad o del valor trabajo. En particular, los que defendemos la teoría del valor trabajo no negamos que una retracción de la demanda, en determinadas circunstancias, puede provocar un retroceso de algunos precios, dada determinada capacidad productiva. Pero esto es todo lo que puede decirse. No es cierto que toda caída de la demanda provoque caída de los precios o que, viceversa, todo aumento de la demanda genere suba de precios. En la estanflación, para dar un ejemplo, la caída de la demanda va de la mano de la suba de precios. Otro caso: según los austriacos, si aumenta la demanda de un bien de consumo, aumenta su precio y también aumenta la demanda de los factores productivos, con lo cual también aumentan sus precios. Pero esto no es necesariamente así. Por ejemplo, si se parte de una situación de mucha capacidad ociosa de la industria; o si el aumento de la demanda es respondida por aumentos de productividad que superan a la tasa a la cual ella aumenta, los precios no tienen por qué subir (en particular, si el valor del dinero se mantiene estable). Tampoco es cierta la afirmación austriaca de que, cuando los precios son elevados, caen los precios o bien quiebran las empresas. Se da la circunstancia de que, durante las crisis, generalmente caen los precios y quiebran las empresas.
Por supuesto, ninguno de estos escenarios se explica por la absurda tesis austriaca de la imputación. Y en todos los casos, son necesarios análisis concretos (reunión de muchas determinaciones). Algo muy lejos de las abstracciones imaginarias de los austriacos.
Para terminar: Fantino-Milei y la libertad de morirse de hambre
Reparemos todavía un momento en el argumento de Fantino. En esencia dice “tengo que pagar el altísimo precio por el agua porque de lo contrario me muero de hambre”. Lo que equivale a decir “no tengo libertad para negociar”; o “mi libertad para negociar está muy acotada”. El tema tiene que ver con una relación social, la de propiedad (Fantino no posee pozos de agua,); y con otra relación social, esta vez de propietarios de pozos. Los gustos y preferencias de Fantino, y su libertad de negociar, se desenvuelven dentro de estos estrechos límites. No es una cuestión de psicología, o de temperamento. El precio del agua no depende entonces solo de “preferencias”, ya que estas están socialmente condicionadas.
Como ya lo pudo suponer el lector, el tema conecta con una anterior afirmación de Milei, en ocasión de una polémica con Grabois. Reproduzco lo central:
Grabois: “Si vos tenés que elegir entre no comer y ser explotado por 18 horas, 14 o 10, yo elegiría ser explotado, pero esa no es mi voluntad”.
Milei: “¿Cómo qué no? También podés elegir si querés morirte de hambre. ¡Y claro, obvio!” Luego: “Cada uno puede hacer de su vida lo que se le dé la gana. ¿Por qué me querés imponer una preferencia? ¿No te parece autoritario?”.
Remito a nuestro argumento completo, aquí. Lo central: el obrero es libre en tanto está “liberado” de la propiedad de los medios de producción, y en tanto puede ir al mercado a ofrecer su mercancía, su fuerza de trabajo. Pero es, de contenido, una relación no libre, en lo que hace al poder real del obrero de elegir entre alternativas y realizar sus potencialidades humanas y sus aspiraciones (concepción que entronca con la noción positiva de la libertad). En la actual sociedad, el obrero está obligado a optar entre ser explotado y morir de hambre, disyuntiva que no se le presenta al propietario de los medios de producción.
Trasladado el caso a lo afirmado por Milei en la entrevista con Fantino: los obreros, los no propietarios de los medios de producción, no pueden negarse a ser explotados. Están obligados a “convalidar” la entrega de más trabajo (en forma de plusvalía) por menos trabajo (en forma de salario). Este “intercambio desigual” no depende de los gustos y preferencias de los obreros (no les gusta morirse de hambre), sino de la relación social en la que están inmersos. Y el caso es, por supuesto, infinitamente más general que la sed de Fantino en el desierto.
Naturalmente, la teoría del valor de los austriacos, y en particular su absurdo e irreal principio de la imputación, son funcionales al ocultamiento de un sistema que se erige sobre la explotación del trabajo. Aquí no hay ciencia, sino simple apología, y a cualquier costo.
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