
por Omar Cid
La elección de Jorge Mario Bergoglio como Papa, bajo el nombre de Francisco, introdujo un respiro a una Iglesia ahogada por sus propios errores y horrores. Benedicto XVI, heredero de las políticas restauradoras que se alzaron como adversarias del Concilio Vaticano II (1962-1965), chocó con los vacíos y condescendencias inexplicables del pontificado anterior, especialmente en los abismos de abusos y corrupción. De esos pecados, el cardenal alemán —Prefecto para la Doctrina de la Fe desde 1981 y luego papa en 2005— no pudo desligarse, como tampoco la maquinaria conservadora instalada por Juan Pablo II, que convirtió la censura y la persecución a la teología de la liberación en su estandarte para América Latina. Mientras tanto, nombres como Marcial Maciel (1), Fernando Karadima (2) o Renato Poblete (3) —entre otros, en múltiples rincones del mundo— actuaban con impunidad. Ese fue el paisaje que encontraron los cardenales reunidos en 2013 en Roma cuando eligieron al argentino.
Bergoglio, el jesuita, se forjó bajo el espíritu del Concilio Vaticano II mientras estudiaba teología entre 1967 y 1970. Fueron años clave: en 1968, la Conferencia Episcopal de Medellín consagró la opción preferencial por los pobres y la necesidad de transformar las estructuras que perpetuaban su miseria. Esa visión se reforzó en Puebla (1979), pero ambas cumbres coincidieron con el ascenso de dictaduras militares apadrinadas por el Departamento de Estado estadounidense, ejecutadas por ejércitos serviles y élites económicas, políticas —y también religiosas— arrastradas a los intereses coloniales de Washington. Un ejemplo sombrío: la actitud de la Conferencia Episcopal Argentina entre 1976 y 1983.
En Puebla, bajo la sombra tutelar del papa polaco, se intentó corregir el rumbo marcado once años antes en Medellín. Los esfuerzos por diluir la potencia teológica del continente continuaron en Santo Domingo (1992) y alcanzaron su punto álgido en Aparecida (2007), esta última bajo la dirección de Benedicto XVI. Fue precisamente en Brasil donde el entonces cardenal Bergoglio -nombrado por Juan Pablo II en 2001- emergió como figura clave, presidiendo la Comisión de Redacción del documento final. Un rol profético que anticipaba su futuro pontificado.
Para comprender el sustrato teológico de Bergoglio, más allá de su formación ignaciana, es necesario adentrarse en la teología del pueblo, variante argentina de la teología de la liberación. Esta corriente, representada por pensadores como Lucio Gera y Juan Carlos Scannone (4), establece una distancia epistémica con la vertiente clásica al enfatizar la fe popular como núcleo de reflexión. No se trata solo de evangelizar individuos, sino de encarnar el Evangelio en las culturas locales, dialogando con sus símbolos, dolores y esperanzas. Una teología que mira más allá de las estructuras económicas para abrazar la compleja construcción cultural de lo popular, incluyendo sus dimensiones políticas y existenciales.
A Francisco le correspondería navegar aguas turbulentas. Pero su mirada, curtida en las villas miseria de Buenos Aires, le otorgaría una autoridad moral única en un mundo unipolar en descomposición. Mientras los llamados «valores occidentales» se desvanecen bajo el peso de sus propias contradicciones -visible en las ruinas de Libia, Siria y especialmente Gaza- el papa argentino emerge como voz profética. Sabe, como la Iglesia que representa, que los caminos de la fe trascienden la modernidad y su hijo predilecto: el liberalismo. Su fuerza radica precisamente en esta conciencia histórica, en su capacidad para leer los signos de los tiempos desde los márgenes, donde el Verbo sigue encarnándose en los pliegues olvidados de la humanidad.
La Iglesia Católica, como otras instituciones milenarias con las que dialoga desde el ecumenismo, percibe con claridad meridiana que esta crisis encierra movimientos tectónicos. La globalización financiera y cultural —disfrazada de progreso, pero ejecutada como colonialidad— ha pretendido arrasar tradiciones milenarias, fracturando la comprensión orgánica de los pueblos. A este epistemicidio se suma el yugo extractivista y las sanciones económicas que estrangulan la vida cotidiana, despertando una resistencia feroz contra este proyecto unilateral. Hoy, numerosas naciones ya no ven en Occidente un faro de sentido, sino una amenaza existencial que exige la construcción de alternativas radicales.
En este escenario desolador —donde el llamado «mundo libre» exhibe una sequía de liderazgos éticos, poblado más bien de mercaderes del cinismo y arquitectos de necropolíticas vestidas de humanitarismo—, la voz del Papa emerge como un eco profético en el desierto. Mientras las élites occidentales (con contadas excepciones) justificaban atrocidades con jerga burocrática, Francisco devolvió al cristianismo su filo disruptivo.
Sobre Ucrania afirmó: » los ladridos de la OTAN a las puertas de Rusia» (2022) esas palabras, desnudaron la hipocresía de una narrativa que satanizaba unilateralmente a Moscú. Una intervención que aplicaba el principio evangélico: «El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra» (Juan 8:7) (5).
En cuanto a Gaza: Con lenguaje bíblico crudo, evocó a Yavé interrogando a Caín: «¿Qué has hecho? La sangre de tu hermano clama a mí desde la tierra» (Génesis 4:10) (6). Con su verbo fuerte interpeló —»¡Tanta crueldad: ¡niños ametrallados, escuelas bombardeadas!»— esas palabras resuenan hoy, como un juicio moral contra la maquinaria bélica israelí.
Dicha postura le granjeó feroces críticas. Pero es precisamente su voluntad de pagar el precio —desde su teología encarnada en los márgenes— lo que revela la autenticidad de su mensaje. En un mundo donde el poder se ejerce mediante eufemismos, Francisco habla en parábolas de sangre y esperanza. Denunció «la globalización de la indiferencia» como pecado estructural del «homus economicus». Defendió «el grito de la tierra y el grito de los pobres» como una sola herida, abrazando a los pueblos originarios. Recordó a los fieles y a su propia institución que «la Iglesia no es una ONG», sino comunidad que camina con los suprimidos.
Doce años —número bíblico por excelencia— bastaron para que este latinoamericano redefiniera el papado. Francisco dignificó el rol de la iglesia sin grandilocuencia, sino con esa terquedad silenciosa de quien sabe que los verdaderos cambios son fruto de la constancia. En un mundo donde lo religioso suele reducirse a ritualidad hueca (por sagrada que parezca), él convirtió los gestos en teología viva: lavó pies a reclusos, abrazó a enfermos de COVID en el Vaticano vacío, llamó «hermanas» a las mujeres saharauis en pleno conflicto, vaya atrevimiento en tiempo de claudicaciones (7).
La fuente de su originalidad, no fue innovar por mera novedad, sino rescatar lo esencial desde los márgenes: un cristianismo que huele a pueblo, no a incienso de sacristía. Las encíclicas (Laudato Si’ lo conectan con el Santo de Asís del siglo XIII y su amor por la naturaleza, Fratelli Tutti es un llamado a construir una cultura de paz, basada en el respeto del otro, sin desconocer las diferencias y conflictos), sus homilías con sabor a tango, sus entrevistas improvisadas, algo arrabaleras —verbo directo, sin filtros curiales— son ahora un arsenal para quienes creen que otra manera de ser Iglesia es posible.
Lo llamarán sus críticos «populista», «ingenuo» o «comunista». Sin embargo, la historia recordará al jesuita que, cuando el barco se estaba hundiendo, no dudó en deshacerse de lastres que impedían su misión: salvar lo esencial. Su legado escapa a las reformas administrativas, consiste en haber recuperado para el cristianismo su peligrosa memoria profética: «La Iglesia es un hospital de campaña, no una aduana para puros». Esas palabras condensan el poderío de su mensaje, la fuerza de su verbo.
1 https://www.bbc.com/mundo/noticias-508808921
3 https://www.bbc.com/mundo/noticias-america-latina-49181992
4 https://revistas.celam.org/index.php/medellin/article/view/111/112
5 Biblia Latinoamericana
6 Biblia Latinoamericana
7 https://www.telesurtv.net/blogs/marruecos-eeuu-sionismo-triada-criminal/
Imagen, Pixabay