
por Juan Alejandro Echeverri
Ecuador es el país con la mayor tasa de muertes violentas en el continente: 38,8 por cada 100.000 habitantes; en 2016, año previo a los tres gobiernos de derecha que han pasado por el Palacio de Carondelet, la cifra estaba en 5,6. Aproximadamente 23.000 homicidios intencionales se cometieron desde 2020. Algunas proyecciones estiman que en 2025 la tasa de asesinatos podría incrementar al 48 o al 53,1 por cada 100.000 personas. “Enero [pasado] fue el peor mes en toda la historia de Ecuador, con 832 asesinatos”, le dijo a El País Luis Carlos Córdova-Alarcón, coordinador del programa de Investigación, Orden, Conflicto y Violencia de la Universidad Central del Ecuador.
Las cifras económicas también son negativas: el año pasado el Banco Mundial estimó una caída del 2,5 % del PIB. La pobreza escaló al 31,9 %, hubo escasez energética, decrecieron el consumo, la producción industrial y los ingresos de los trabajadores. El país solicitó entonces un préstamo de 4.000 millones de dólares al Fondo Monetario Internacional.
Pese a lo que dicen los números sobre sus 19 meses de mandato, hace un par de semanas Ecuador reeligió al presidente Daniel Noboa, quien llegó al poder en 2023 luego de que el expresidente Guillermo Lasso disolviera el Congreso y convocara nuevas elecciones para evitar un posible juicio político y judicial en su contra.
Si las estadísticas no fueron determinantes en las elecciones ecuatorianas del pasado 13 de abril, tampoco las revelaciones sobre el entorno familiar del delfín político y empresarial nacido en Miami. Entre 2020 y 2022, según denuncias de la revista Raya, la Unidad de Inteligencia de Puertos y Aeropuertos de la Policía Nacional incautó en Guayaquil, el principal puerto del país, alrededor de 700 kilos de cocaína que estaban camuflados en contenedores de Noboa Trading, el mayor emporio bananero del país que pertenece a la familia del presidente. Además, el 27 de octubre de 2023, en el Puerto Mersin de Turquía fueron incautados otros 700 kilos de droga que intentaron ser camuflados en cajas de Banana Bonita, empresa filial del holding bananero del clan Noboa, el cual tiene el monopolio nacional de la siembra, cosecha, transporte y exportación de la fruta.
No fueron los únicos negocios frustrados que vinculan la realeza presidencial, y le dan dimensión a la penetración del narcotráfico y a la importancia que tiene para el tráfico transnacional el país sudamericano, por cuyos puertos transita y se exporta el 70% de la cocaína que llega a Europa. El 14 de octubre de 2023 y el 2 de abril de 2025, las autoridades españolas y surcoreanas batieron récords históricos de incautaciones. Los europeos confiscaron trece toneladas de cocaína que partieron escondidas en cajas de banano desde Guayaquil, y los asiáticos encontraron dos toneladas de droga en un buque de bandera noruega que hizo escala en Ecuador.
El peligro de Noboa
Más allá de su militarismo, su conservadurismo neoliberal y su genuflexión a Estados Unidos, Noboa carece de un programa con el cual enfrentar los males ecuatorianos. Supo darse cuenta de que tampoco lo necesitaba. Suplió su flaqueza política prometiendo mano dura, construyendo un personaje en TikTok, y culpando al correísmo —que gobernó el país entre 2007 y 2017—de las bandas criminales, los apagones eléctricos de hasta 12 horas, y los atracos en las carreteras del país.
A Noboa poco le interesa la reputación democrática de Ecuador, tampoco servirle el país en bandeja de plata a la oligarquía empresarial. Antes de las recientes elecciones, Daniel dio señales de querer hacer del Estado otra filial del emporio familiar. “Más que una ruptura, Noboa simboliza el retorno explícito a los valores, prácticas y abolengos de la república oligárquica”, planteó el profesor Hiram Hernández Castro.
A principios de este año tomó dimensión de escándalo la concesión a empresas extranjeras del Campo Sacha, el mayor reservorio petrolero del país. Las reservas calculadas en 350 millones de barriles iban a ser entregadas sin licitación. Lo más grave es que la familia del presidente fue señalada de intentar una auto adjudicación encubierta mediante empresas de papel. La indignación civil y la Asamblea Nacional impidieron el arreglo. Aunque el partido de oposición Revolución Ciudadana ocupará casi la mitad de la Asamblea y puede hacerle contención a los planes de Noboa, no se debe desestimar que Annabella Azín, mamá del reelegido y la candidata más votada en las elecciones legislativas, de el primer paso con el que se consume la democracia empresarial cuando le ponga la banda a su hijo si es que logra conseguir la presidencia de la Asamblea.
Ecuador eligió a su Bukele, un joven multimillonario que quiere monopolizar los dividendos del Estado y que, como señala Hernández Castro, cultiva su base política privilegiando “la apariencia de fuerza sobre las soluciones estructurales, se apoya en el punitivismo y la confrontación […] Sostenido en la judicialización selectiva y la militarización”.
A finales del año pasado, la encuesta sobre Participación política de las juventudes en América Latina de la Fundación alemana Friedrich Ebert reveló que siete de cada diez jóvenes ecuatorianos, de clases media y altas entre los 15 y 35 años, dejaron de frecuentar plazas y parques, o dejaron de usar el transporte público por miedo a la violencia. Mientras que el 60 % de las y los encuestados dijo haber evitado «asistir a actividades culturales o deportivas» en los últimos dos años.
En el momento más inseguro de su historia contemporánea, Ecuador compró la propaganda de mano dura y seguridad a cualquier costo. Desde que Daniel Noboa declaró el 9 de enero de 2024 que su país enfrentaba un «conflicto armado no internacional», y en abril de ese mismo año fueran aprobadas 9 de las 11 preguntas del referéndum constitucional —en especial la que permite que las Fuerzas Militares puedan apoyar operativos policiales sin que sea necesario decretar un estado de excepción—, incrementó el poder castrense en la política y en la vida cotidiana, también las denuncias de abusos militares contra jóvenes empobrecidos y racializados. Según el Comité de Derechos Humanos, los operativos del Ejército provocaron al menos 16 casos de desaparición forzada, que involucran a 27 personas, 9 de ellas menores de edad.
El desprecio que expelen Noboa y las fuerzas militares por los derechos humanos quedó plasmado en el caso de los cuatro de Guayaquil. Steven Medina (11 años), Saúl Arboleda (15 años), Ismael Arroyo (15 años), y Josué Arroyo (14 años), cuatro menores negros de Las Malvinas, uno de los sectores más pobres de la capital costera, fueron detenidos por 16 militares el 8 de diciembre de 2024 en horas de la noche mientras salían de una cancha de fútbol. 16 días después, sus cuerpos aparecieron calcinados y con signos de tortura cerca de una base militar.
El aberrante caso también desnudó el talante del sistema ecuatoriano. Las primeras semanas, el bloque de poder intentó negar la participación de los militares y afirmó que los cuatro de Las Malvinas fueron ajusticiados por una banda criminal mientras delinquían. De parte del Gobierno y las fuerzas castrenses no han cesado los intentos de perturbar el proceso judicial, ni las intimidaciones a familiares, testigos y magistradas. Una vez la justicia calificó el hecho como una desaparición forzada y responsabilizó al Estado, con la ayuda de trolls e influencers inició una campaña según la cual no debería existir ninguna indulgencia con menores de edad porque ello alimentaria la impunidad con la delincuencia.
Noboa no dio condolencias ni auxilió a las familias. Por el contrario, desplegó una mezcla de negacionismo, amenazas y estigmatización racial hacia las víctimas. Para el sociólogo y profesor Franklin Ramírez Gallegos se trata de un pacto de impunidad cívico-militar. Este juvenicidio envió un mensaje en el que “determinados procesos de precarización y estigmatización identitaria facultan el sacrificio de ciertas vidas […] La inocultable repolitización de las Fuerzas Armadas acompaña la crisis de legitimidad de una elite cuya permanencia en el poder es ya indisociable no solo de los usuales pliegues del neoliberalismo autoritario, sino también del recurso abierto a la guerra y la violencia como reguladores de lo social, artefactos de disciplinamiento a través del miedo, y palancas de acumulación y control de territorios […] Hundir la causa de los «cuatro de Las Malvinas» no es entonces solo un modo de encubrir al bando militar y a los comandos civiles en los tribunales. Concierne la preservación del «conflicto armado interno» como terreno de excepción para reproducir los órdenes estatales que, mientras se dislocan de las grandes necesidades sociales, sostienen los engarces político-financieros que conectan economías autorizadas y criminales supuestamente perseguidas”.
Errores en una cancha inclinada
En la segunda vuelta, según el Consejo Nacional Electoral de Ecuador, Daniel Noboa aventajó por 1.187.358 de votos a Luisa González, la candidata izquierdista de Revolución Ciudadana, partido que el expresidente Rafael Correa todavía controla, aunque viva en Bélgica desde 2017. Días antes de la votación definitiva, todas las encuestas hablaban de un empate técnico, la presidencia se definiría por unas pocas miles de papeletas. Horas antes de que cerraran los centros de votación, los exit poll, sondeos hechos a los electores luego de depositar su voto, mantenían la tendencia de las encuestadoras; incluso uno llegó a plantear que Luisa González tenía una leve ventaja. En comparación con la primera vuelta, la foto final indicó que Noboa subió quince puntos porcentuales en nueve provincias, logrando ganar algunas que perdió en el primer round. Mientras que, en lugar de sumar votos en la zona costera, unas de las pocas fracciones que lideraba, Luisa González perdió electores, por lo que solo pudo agregarle 129.976 votos totales a su primer resultado.
La candidata de Revolución Ciudadana aseguró que se había consumado un fraude tras oficializarse su derrota. Más allá de la adulteración de algunas actas, no le sobraron pruebas a la oposición para soportar su denuncia, la que además careció de respaldo político desde un inicio, pues al día siguiente, tanto Paola Pabón, gobernadora de la provincia de Pichincha —cuya capital es Quito —, y Leonardo Orlando, gobernador de la provincia costera de Manabí, ambos militantes de Revolución Ciudadana, reconocieron en redes sociales el triunfo de Noboa; también el Movimiento Pachakutik, fuerza política indígena con quien González había anunciado una alianza durante un acto de campaña.
Lo innegable es que Noboa jugó con la cancha tan inclinada a su favor, que el fraude era casi innecesario. Ni a la Corte Constitucional ni a los órganos electorales, mucho menos a las Fuerzas Armadas, les importó la violación de la Constitución, que, “para garantizar igualdad entre las candidaturas y evitar usos proselitistas de recursos públicos”, le exigía a Daniel Noboa optar por una licencia no renumerada si quería ser candidato y hacer campaña. Noboa transgredió la orden suprema y, recurriendo a la “licencia por días”, fungió a la vista de todos como presidente-candidato.
El reelegido usó los dineros estatales como catapulta electoral. En las semanas previas trató de comprar votos con transferencias monetarias dividas en 7 bonos que sumaron un total de 560 millones de dólares: 400 dólares mensuales durante cinco meses para desempleados de 18 a 29 años, y por dos meses para desempleados de 30 a 64 años en zonas afectadas por el invierno; 800 dólares para productores agrícolas afectados por lluvias; un incentivo de mil dólares para emprendedores; un bono de 507 dólares para militares y policías; un bono de 235 dólares mensuales por seis meses para familias desplazadas; y 470 dólares en compensación por derrames de petróleo en la ciudad costera de Esmeraldas.
Con la deriva militarista del país, las Fuerzas Armadas también ganaron protagonismo político. En un informe sobre el referéndum constitucional de 2024, la OEA manifestó preocupación por un sistema de información paralelo que tenían las instituciones castrenses, por ello recomendó que en la primera vuelta los oficiales no tomaran fotos de las actas de escrutinio. Como señaló Franklin Ramírez Gallegos: “Desde entonces, junto con el control de las operaciones en territorio —relegando a la Policía como fuerza auxiliar—, las Fuerzas Armadas han amplificado su voz como actores políticos. Deliberantes en diversas coyunturas y proyectándose como árbitros del conflicto entre civiles, han intervenido incluso directamente en los recientes comicios emitiendo opiniones sobre las candidaturas incómodas para el poder y arrogándose funciones de control”.
Hasta último momento quedó claro que las instituciones que debieron marcar los límites, tenían candidato propio. Antes de la segunda vuelta, Verónica Sarauz, viuda de Fernando Villavicencio, candidato presidencial asesinado el 9 de agosto mientras participaba en un acto de campaña en Quito, denunció que fue presionada por la fiscal para inculpar a Rafael Correa del crimen. La elección final se presuponía viciada. A una semana de las votaciones, Noboa decretó un estado de excepción por 60 días en provincias donde Luisa González consiguió los mejores resultados en la primera vuelta. El Consejo Nacional Electoral también puso de su parte cambiando de sitio varios recintos electorales y prohibiendo el uso de celulares durante la votación, una herramienta clave para la veeduría ciudadana. Quien no acatara la medida, debería pagar multas que iban de los 9.870 dólares hasta los 32.900 dólares; una penalidad severa si se compara con los 235 dólares que pagaría una persona por entrar un arma al sitio de votación.
En una competencia desigual, Luisa González y su partido no lograron entender lo que el deteriorado debate político pedía. Por tercera elección consecutiva, Revolución Ciudadana volvió a ser víctima de una incómoda contradicción: pese a ser la fuerza política más compacta y mejor organizada de Ecuador, no logra endosar los votos de su militancia purasangre a los candidatos con apellidos diferentes al de Rafael Correa; tampoco consigue sobreponerse a la satanización del correísmo enraizada en la sociedad ecuatoriana, lo que no le permite superar su propio techo electoral. Hoy el anticorreísmo y el miedo a que el expresidente vuelva a gobernar en cuerpo ajeno, moviliza lo que la simpatía ideológica y el debate político son incapaz. González nunca intentó, al menos desde el relato propagandístico y mediático, desmarcarse de la tutela correista, tal como se lo exigía el marketing político del momento.
La analista política Caroline Avila Nieto planteó que el resultado del reelegido no hubiera sido posible sin los errores de su contrincante. “En seguridad, González no convenció. Noboa, en cambio, con la narrativa de la Base [estadounidense] de Manta, la mano dura, o incluso la figura de BlackWater [empresa de mercenarios gringa], construyó una imagen de acción directa. El votante sintió “más certeza”. En un contexto de inseguridad extrema, Ecuador no es ajeno a una tendencia regional, en la que las y los ciudadanos están dispuestos a comprar seguridad a cualquier precio, incluso si el costo a pagar son sus pocas reservas democráticas.
La candidata de Revolución Ciudadana cayó además en la trampa de las narrativas falsas sobre la migración venezolana. La xenofobia de derechas posicionó mentiras como que Luisa González iba a nacionalizar venezolanos; que el crimen se había desbordado por culpa de los migrantes —aunque solo el 11,5% de las personas privadas de la libertad en cárceles ecuatorianas son extranjeras—; o que los venezolanos les estaban quitando el empleo a los ecuatorianos —aun cuando el 93% de la población venezolana con empleo en ese país no firmó un contrato laboral y gana menos del salario mínimo. Intentando atraer a los indecisos, González dijo en un debate que los venezolanos “siembran violencia” y que debían expulsar a los migrantes que cometieran delitos. Al final, los indecisos que antes de la segunda vuelta se calculaban en un 20% del electorado, terminaron votando por Noboa.
Otro aspecto que pudo costarle la presidencia a Revolución Ciudadana, fueron las endebles alianzas que Luisa González selló de manera pública con Pachakutik y la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (CONAIE). Hacia afuera se proyectó un acuerdo programático de 29 puntos, pero hacia adentro las heridas seguían más que abiertas. De ello hubo indicios días antes de oficializarse el pacto electoral, Leonidas Iza y Andres Tapia, dos liderazgos representativos de la (CONAIE), publicaron un artículo en el que afirmaban que durante la socialdemocracia de Rafael Correa, uno de los pilares económicos fue el extractivismo que despojó a pueblos indígena y campesinos, quienes fueron perseguidos y estigmatizados por protestar justamente contra esa política: “La llegada de Correa al Gobierno supuso una derrota histórica; no logró canalizar la capacidad de lucha del campo popular, que fuese obtenida en el enfrentamiento contra el capitalismo neoliberal, hacia la construcción de una estrategia que afecte al poder-realmente-existente. Por el contrario, se disolvió en la “ilusión gatopardo siglo XXI”. Arrogándose un lenguaje izquierdista, empujó el remontaje del Estado nación vía reforma constitucional, manteniéndose funcional a los intereses de reproducción del capital, aunque con matices redistributivos y asistencialistas”.
Aunque Pachakutik y la CONAIE nunca minimizaron el riesgo que suponía Noboa para los indígenas ecuatorianos, no hubo unanimidad en el apoyo a González, y la facción que optó por ello lo hizo más por obligación que por convencimiento.
El presagio ecuatoriano
Ecuador es el precedente de lo que podría ser una tendencia continental. La del país andino fue la primera de ocho elecciones presidenciales que se desarrollarán en la región entre 2025 y 2026.
En su libro La construcción del Estado: gobernanza y orden mundial en el siglo XXI, publicado hace 20 años, Francis Fukuyama dividió en tres las funciones determinantes del Estado: entre las ocupaciones mínimas estaba la defensa, la ley y el orden, la gestión macroeconómica, la salud pública, y la protección de los pobres; en las responsabilidades intermedias ubicó la educación, el medio ambiente, la regulación de los monopolios y la seguridad social; y en las funciones dinámicas planteó la política industrial y la generación de riqueza. Si evaluamos la situación latinoamericana a la luz de los postulados del politólogo estadounidense, todos los países —al menos los que están convocados a elegir próximamente nuevos dirigentes— reprueban el examen. En ese contexto, aumentan las probabilidades de que los progresismos de izquierda pierdan el poco terreno ganado frente a una rancia derecha que defiende la contracción del Estado —aunque en la práctica consista realmente en limitar el listado de personas que se benefician de él—; que vende autoritarismo, castigo, punitivismo y gobernanza cívico-militar como solución a la rampante inseguridad; y que tiende a radicalizarse porque teme que el auge de los discursos fascistas dejen fuera de la contienda al conservadurismo tradicional. Latinoamérica, en su urgencia diaria, quiere certezas, soluciones simples a problemas complejos.
Los pronósticos electorales no auguran buenas cosas. La próxima estación plebiscitaria es en Bolivia el 17 de agosto, y el 19 de octubre en una muy factible segunda vuelta. La lucha fratricida entre el expresidente Evo Morales y Luis Arce —actual gobernante, candidato a la reelección, exministro y alumno político de Evo—, no solo ha implosionado al partido de poder, sino que ha provocado que por primera vez en 20 años, el Movimiento al Socialismo (MAS) no sea el favorito y tenga posibilidades reales de perder el gobierno.
Aunque Evo Morales esté inhabilitado, tenga una orden de arresto en su contra y carezca de un partido que avale su candidatura, las encuestas le dan un 20 % de intención de voto, una cifra insuficiente para tener posibilidades en una segunda vuelta. Las opciones del MAS, hoy controlado por Arce, son nulas, en parte por la situación calamitosa de la economía boliviana. Respecto al dólar, la moneda se ha devaluado 70 %. Las reservas de divisas están agotadas y los bancos han establecido un tope máximo de retiro para los bolivianos. En 2024, el país registró la inflación interanual más alta de Sudamérica. De producir 60 millones de metros cúbicos diarios de gas y exportar casi 6.000 millones de dólares en 2014, Bolivia pasó a producir la mitad en 2023 e importar el 56% de la gasolina y el 86% del diésel que consume. Tal es el desespero que, pese a ser el país que más bosques tala en el mundo —alrededor de 800 hectáreas diarias—, el presidente Arce ofreció incentivos a los conglomerados de la soja para que aumentaran las hectáreas del monocultivo y luego le vendieran los «biocombustibles» que hoy escasean en las gasolineras. Todo parece dado para que Bolivia viva su primera segunda vuelta en dos décadas y escoja un candidato inclinado a la derecha. Sin embargo, el 3 de mayo, Andrónico Rodríguez, presidente del Senado y el mejor ranqueado en las encuestas, anunció que será candidato por cuenta propia. El que fuera considerado como heredero natural de Evo por ser también de origen cocalero, soportó las presiones hasta último momento del expresidente para que descartara la posibilidad presidencial. La desobediencia del senador de 37 años le da oxígeno a la izquierda boliviana y siembra dudas entre la oposición.
A las semanas de que Bolivia escoja, el 30 de noviembre Honduras votará por el reemplazo de Xiomara Castro, otras de las mandatarias progresistas con las que cuenta Nuestra América. En el país centroamericano también son pocas las probabilidades de que haya continuidad política. Una serie de escándalos han minado la popularidad y la legitimidad de un Gobierno que hizo de la anticorrupción una de sus principales banderas. El 3 de septiembre de 2024, Insight Crime reveló un video de una reunión que tuvo lugar en 2013, en la que algunos narcotraficantes le ofrecen a Carlos Zelaya, cuñado de la presidenta, 650.000 dólares para la campaña de aquel entonces. A esto se suma una investigación del medio Contracorriente en la que el ministro del Instituto Nacional Agrario y su hijo quedan comprometidos en la falsificación de documentos y pagos irregulares para comprar tierras que superan las 10.000 manzanas, por un monto de más de 56 millones de lempiras, que supuestamente serían repartidas a campesinos para poner en marcha la anunciada reforma agraria. También el Consejo Nacional Anticorrupción, cuyas fuentes de financiación dan cuenta de la injerencia estadounidense en su agenda, publicó un informe en mayo de 2023 denunciando nepotismo en el gobierno de Castro por la designación de familiares y militantes de su partido en “puestos estratégicos y de los que se requiere un contrapeso”.
En Centroamérica, también estaba previsto que Haití eligiera su nuevo gobernante este año. La anarquía política y social en la que vive la isla antillana desde hace un buen tiempo, amenaza con alterar el calendario electoral nuevamente. En realidad, las elecciones debieron realizarse en 2021, desde entonces, cuando fueron destituidos los miembros del Consejo Electoral, se han pospuesto año tras año.
Para 2026, el primer turno le corresponde a Costa Rica, país que suele estar exento de las tradicionales tormentas políticas del continente. Si bien era previsible que se alineara con las políticas más conservadoras de Bukele y de Estados Unidos, Rodrigo Chaves, un personaje de bajo perfil que no era favorito en las apuestas, prometió patear el tablero y su presidencia ha sido lo suficientemente innoble para la casta costarricense. Chaves ha generado polémica desde antes de ser presidente. En campaña, sus contradictores le enrostraron las sanciones del Banco Mundial, entidad en la que trabajó entre 2008 y 2013, por denuncias de acoso sexual a varias funcionarias. Ya en el poder, Chaves escaló su avisada beligerancia contra el poder judicial, el cual lo investiga por un presunto prevaricato y abuso de poder contra la empresa dueña del periódico más importante, un millonario sobrepago hecho por la entidad que administra la red de clínicas y hospitales públicos del país, y por facilitar permisos a un empresario amigo interesado en desarrollar negocios inmobiliarios sobre bosques y humedales de conservación. Chaves ha desafiado los modales de la política costarricense pidiendo en ruedas de prensa aplausos para los funcionarios imputados.
Y allí no termina todo. El 7 de abril, la Fiscalía General presentó cargos contra el presidente ante la Corte Suprema de Justicia, quien deberá decidir si amerita que el Congreso considere levantar su inmunidad. Lo señalan de estar involucrado en la presunta apropiación indebida de 32.000 de los 400.000 dólares financiados por el Banco Centroamericano de Integración Económica para contratar un servicio de comunicaciones. Chaves respondió convocando a una marcha para exigir la renuncia del fiscal, a quien lo llamó “títere, matón de barrio, de ahí no pasa”. El atípico presidente todavía goza de buena aprobación: 54 %, nueve puntos porcentuales menos que la última medición del 2024. Más allá de que el panorama electoral todavía esté en construcción, y las encuestas cifren en 70% el porcentaje de electores indecisos, es poco probable que la chabacanería de Chaves eche raíces en Costa Rica —poco fértil para las propuestas reformistas— y el país opte de nuevo por un neoliberalismo pacato y moderado.
Luego, la temporada electoral volverá a los Andes. Perú, que en los últimos siete años ha tenido seis presidentes, ocho intentos de vacancia presidencial, un golpe de Estado y una disolución del Congreso, tendrá elecciones en abril de 2026. Su actual mandataria, Dina Boluarte, quien reprimió con brutalidad las protestas de 2023, dejando un saldo de 60 muertos, tiene hoy una aprobación del 3 %. La calle la quiere fuera del palacio presidencial, sin embargo, el Congreso, el único actor que podría derrocarle, ha decidido respaldar a la presidenta ilegítima porque su destitución pondría en riesgo también la permanencia de los parlamentarios. El ejecutivo y el legislativo, empeñados en una campaña de supervivencia y rapiña, han capturado el Tribunal Constitucional, la Junta Nacional de Justicia, el Sistema Nacional Electoral, la Defensoría del Pueblo y otras instituciones, diluyendo los contrapesos en el Estado peruano. En su más reciente informe de marzo del 2025, el Instituto Varities of Democracy concluyó que en el país se está consolidando una “democracia con episodios de autocratización”. El gesto tiránico más reciente de Dina y quienes la secundan, fue la aprobación de una Ley que, tal como detalló el medio independiente Ojo Público, obliga a los medios de comunicación independientes y a las organizaciones de la sociedad civil a registrarse de manera obligatoria ante la Agencia Peruana de Cooperación Internacional (APCI), e informar sobre sus objetivos y sus proyectos, para ser posteriormente evaluados y aprobados por la Agencia. “El fin de la ley es aplicar un registro obligatorio (regulación ya declarada inconstitucional en 2007) y la censura previa (contraria a la Carta Magna y al Sistema Interamericano de Derechos Humanos), bajo la amenaza de imponer sanciones de hasta 2,6 millones de soles o dejarlas al borde del cierre, ya sea por litigar contra el Estado o, en el caso de los medios, realizar investigaciones periodísticas, sin permiso del Gobierno”, señaló el medio.
En el particular caso peruano, la desaprobación límite del gobierno no se traduce en aprobación de la oposición. Las elecciones próximas serán una lotería. En palabras de los profesores Rodrigo Barrenechea y Alberto Vergara, Perú se ha convertido en una escenografía democrática, sin partidos ni demócratas, protagonizada por oportunismos de corto plazo: “De los últimos diez presidentes peruanos, seis nunca habían ganado previamente una elección para ningún cargo […] Los políticos llegan sin pasado, saben que no tienen futuro y, así, no tienen incentivos para rendir cuentas ante nadie […] Se trata de una fórmula para producir políticos irresponsables y depredadores, sin incentivos para hacer funcionar los mecanismos básicos de la democracia. Más que políticos, lo que queda son aves de paso, ocupantes ocasionales del poder, que buscan arranchar cuanto pueden del Estado. No le deben nada a nadie: ni a un líder partidario ni a una constituency [que en la jerga política anglosajona hace referencia a una circunscripción electoral]”.
El trinomio cuadrado imperfecto
Chile (diciembre de 2025), Colombia y Brasil (junio y octubre de 2026, respectivamente) también decidirán si se alinean los astros y se consuma el eclipse progresista. El trinomio amerita un foco especial porque ante el mundo y el continente, Gabriel Boric, Lula da Silva y Gustavo Petro han intentado abanderar un programa reformista en materia ambiental y social; ser además dique de contención a un conservadurismo con visos fascistoides que hoy es minoría en Suramérica.
El devenir de los presidentes progresistas tiene varias similitudes. A su manera —Boric y Petro precedidos de sendos estallidos sociales, y Lula como salvavidas al oscurantismo en el que habría caído Brasil con una segunda temporada de Bolsonaro— llegaron al poder con una correlación de fuerzas desfavorable y obligados a ceder burocracia gubernamental a cambio de garantizar un mínimo de gobernabilidad. Antes de posesionarse, los tres estaban hipotecados, síntoma de ello era la composición de sus gabinetes: Lula envió un mensaje a la elite que lo había encarcelado años antes, eligiendo como vicepresidente a Geraldo Alckmin, un neoliberal purasangre en materia económica, partidario de las ideas retrógradas del Opus Dei y enemigo del Partido de los Trabajadores; Boric cortejó a los mercados internacionales designando en el Ministerio de Hacienda a Mario Marcel, hasta entonces presidente del Banco Central de Chile, y pupilo ferviente del Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional; mientras que Petro entregó cuotas ministeriales a los partidos tradicionales creyendo que así sacaría avante su “acuerdo nacional” y podría comprar los votos legislativos que le faltaban para sus reformas.
La débil tríada progresista perdió parte de su capital político pugnando, con estrategias erradas, por el avance de reformas acordes a los preceptos del capital. Boric nunca pudo recuperarse del golpe que significó el fallido proceso constituyente. Petro y Lula no descifraron cómo romper el bloqueo legislativo que impidió, entre otras cosas, cambios al sistema laboral colombiano y a la legislación ambiental brasileña. Sin margen de maniobra, tampoco han logrado despejar los nubarrones con una gestión gubernamental silenciosa que satisfaga las expectativos que ellos mismos alimentaron. Y aunque el rendimiento económico de los tres sea positivo, eso no se tradujo en una mejora de la favorabilidad, ninguno supera el 40% de aprobación: Boric tiene el 26 %, Petro 37 % y Lula 24 %, la más baja de sus tres presidencias,
El historiador Valerio Arcary esbozó dos máximas sobre la realidad brasileña que son perfectamente aplicables a Chile y Colombia: “El gobierno de Lula es un gobierno reformista, es decir, un gobierno «débil» de colaboración de clases […] La correlación política de fuerzas no es independiente de la correlación social de fuerzas en otro nivel de abstracción más estructural, que son las posiciones de las clases, las fracciones de clase y los grupos sociales; correlación que sigue siendo desfavorable porque la «masa» de la burguesía está en la oposición y arrastra consigo a la mayoría de la clase media, sin olvidar que el sector más acomodado de los trabajadores sigue sirviéndole de caja de resonancia” a las fuerzas opositoras.
A diferencia de Chile y Brasil, donde las izquierdas saben lo que es gobernar, Petro en Colombia fue un capítulo inédito. El movimiento social colombiano no se anticipó a los tiempos y quedó preso de una dicotomía: exigir cambios más estructurales y señalar los errores cuando fuese necesario, aunque ello podría ser interpretado como combustible para la oposición; o conformarse con lo posible y ser leales para recibir algo de atención y presupuesto. En ese contexto desconocido, Petro, que tenía las de ganar, jugó rápidas sus cartas y les dio representatividad a las fuerzas sociales en la burocracia, que, en un país con alta tasa de informalidad y poca fuerza industrial, sigue siendo uno de los principales empleadores y camino de ascenso socioeconómico. El movimiento social, cooptado y encuadernado en la agenda gubernamental, perdió capacidad y sobre todo ambición de profundizar los conflictos de clase y construir un horizonte anticapitalista y anticolonial. Al final el tiempo dirá que terminaron perdiendo los dos.
De cara a las próximas elecciones colombianas, la izquierda ha mostrado vigencia y fuerza en las calles. Pero la egolatría con la que Petro gobernó, impidió que se proyectara una figura capaz de continuar lo que él había empezado. No hay una carta en la coalición de gobierno que convoque como Petro, si el progresismo quiere retener la presidencia deberá compartir otra vez la mesa con disidentes oportunistas de los partidos tradicionales. En Colombia la derecha siempre tendrá opciones. Carece de buenos perfiles políticos, pero todavía posee lo más importante: el dinero, los medios y las instituciones.
Lula y Brasil enfrentan un problema parecido. Además de su impopularidad, la izquierda brasileña sufre un problema de relevo mucho más profundo. Si el Partido de los Trabajadores —la fuerza mayoritaria de la izquierda— hubiera aceptado que los hechos le obligaban a imaginar un Brasil sin su principal caudillo, Lula no tendría que haber sido candidato y presidente con la edad que tiene. En la derecha, las sensaciones son mejores. Bolsonaro no fue un ave de paso, su capacidad de inoculación fue subestimada. Pese a que en su presidencia murieron 250.000 personas por el COVID-16 —muchas de ellas evitables—, le encontraron 39 kilos de cocaína en el avión presidencial durante un viaje oficial a España, y aisló a Brasil del mundo, el exmilitar mueve a su antojo los hilos de la política brasileña y tiene sendas opciones de volver si no es enviado a la cárcel por el fallido intento de golpe de Estado, condena que probablemente aumente su popularidad. Aún en la cárcel Bolsonaro es peligroso. Su discurso amenaza con quitarle margen de maniobra a candidaturas más moderadas. De ganar otro extremista como el popular Tarcisio Freitas, podría ser indultado y volver al ruedo.
Los extremismos ultraconservadores se han derramado a lo largo y ancho del continente. Aunque José Antonio Kast, defensor del “legado” del dictador Pinochet, haya perdido fuelle en las encuestas chilenas, los resultados de su partido en las elecciones regionales del año pasado le dan reservas para aspirar por la presidencia o convertirse en una fuerza cuyo apoyo la derecha más tradicional y moderada necesite para ganar. Los últimos sondeos dicen que la opción de centroderecha sería hoy la más votada. A tan solo cinco meses de la primera vuelta, va llegando el momento de que el liberalismo chileno decida mantener su sobriedad o replique agendas más extremistas para tratar de arañar los votos que hoy no tiene.
En esta contienda la izquierda del país austral decidió arrancar dispersa, algo lógico teniendo en cuenta las públicas disputas entre las distintas fuerzas al interior del actual Gobierno. Está claro que parten con el lastre de Boric a cuestas, sin embargo, la izquierda chilena ha demostrado su capacidad de compactarse cuando el momento lo exige; y tampoco vacilará si se ve obligada a ofrecer un programa mucho más modesto de lo que fue la tibia gestión de Boric. Sus mismos rivales admiten que sería un error subestimar su capacidad de resurrección. Guillermo Ramírez, presidente de la Unión Demócrata Independiente, uno de los partidos de derechas, lo reconoció en una entrevista con El País: “Uno puede pensar que la izquierda está debilitada, que el Gobierno está mal evaluado, pero en cualquier momento se unen, se ponen de pie y ganan la elección. Y, por lo tanto, sin importar quién será finalmente el candidato oficialista, vamos a tener que sudar la gota gorda para poder derrotarlo. La izquierda siempre es un rival formidable en Chile, muy difícil de vencer”.
Antes de que pase el temblor
Los neofascismos lingüísticos de Trump, Bolsonaro, Milei y Noboa intentan devolvernos a las épocas en las que, por ejemplo, se ponía en duda si un indio, un negro o una persona empobrecida era un animal. Las corrientes ultraconservadoras no piensan en resultados inmediatos, su capacidad de daño está diseñada para el lago plazo. Ecuador ya avisó. Y así como las multitudinarias protestas, las elecciones en el continente tienen capacidad de contagio.
Al hemisferio lo ha caracterizado un ánimo electoral pendular en la última década. Los partidos políticos tradicionales son cáscaras vacías. La ola progresista ya pasó, incluso sus huellas a veces restan más de lo que suman. Las crisis del capitalismo por afrontar también son otras: para Valerio Arcary cada vez está más clara la fractura de la clase dominante entre quienes le dan alas al fascismo y quienes se aferran a la hipocresía liberal; la economía, que todavía no se recupera de la pandemia, sufre las improvisaciones proteccionistas con las que Estados Unidos quiere competirle a China y curar su resfriado económico; se acabaron los discursos cosméticos con los cuales maquillar el fracaso de los objetivos de la transición energética; el inmoral multilaterismo tambalea con la reedición de los anhelos imperiales; y nuestras elites criollas temen naufragar si profundizan la democracia.
En la rebeldía se volvió de derecha, el ensayista Pablo Stefanoni dice que “el futuro está en crisis excepto cuando se lo piensa como distopía”. La izquierda continental tendrá una prueba difícil, nunca antes fue distinto. Dependerá de su capacidad política para imaginarle un desenlace alternativo al fin del mundo. De recuperar la desobediencia. Mientras la derecha promete reformarlo todo, la izquierda luce conservadora tratando de conservar lo poco conseguido. Antes le resultaba genuino hablar sobre la injusticia, la inequidad y la inmoralidad, ahora no conecta con las demandas materiales de las clases trabajadoras, sin que ello implique renunciar a la agenda emancipadora de los derechos civiles. Tal vez sea cierto que está pagando el precio de haber abandonado la revolución como horizonte de sentido. “Se hace mundo desobedeciendo el presente irrespirable —afirma Luis Ignacio García en el libro La Babel del odio —. Se piensa, entonces, contra la época”.
Stefanoni también cita tres autores que exploran las razones del inmovilismo revolucionario: al historiador Enzo Traverso cuando habla de cómo “la “memoria de las víctimas” [del colonialismo, la esclavitud, el nazismo y un largo etcétera] fue reemplazando las “memorias de las luchas” y modificando la forma en que percibimos a los sujetos sociales, que aparecen ahora como víctimas, pasivas, inocentes”; al profesor Leonard Reed cuando asegura que “los progresistas ya no creen en la política de verdad sino que se dedican a ser testigos del sufrimiento”; y al filoso Mark Fisher quien criticó “la conversión del sufrimiento de grupos particulares —mientras más marginales, mejor— en capital académico”.
La izquierda necesita ímpetu, cambiar para que el mundo cambie. También diseñar un verdadero plan, de lo contrario le servirá cualquiera que le impongan. Por ejemplo en el campo económico ya no convence el lema prefabricado de la redistribución, que resulta muy popular y sacó a millones de personas momentáneamente de la pobreza, siempre y cuando haya plata como en la época de 2006 y 2014, cuando, por ejemplo, el gas en Bolivia producía 90.000 millones de dólares en excedentes, diez veces más de lo que era el PIB en años previos. La ola progresista enseñó que de nada sirve una política económica de subsidios, si permanecen intactos los monopolios y las lógicas que permiten la concentración de la riqueza y los medios de producción.
Latinoamérica pasa hambre, pero, a costa de su biodiversidad, alimenta al mundo: en 2022 aportaba el 14 % de la producción alimentaria mundial —producía más de lo que necesitaba porque su población no superaba el 8,6 %)— y casi una de cada diez personas no comía, es decir que tenía 56 millones de hambrientos. ¿Tienen hoy las izquierdas un plan original y robusto para recuperar un flujo comercial en la vecindad, responder a los chantajes de los mercados bursátiles, superar la fase primaria de la producción y aprovechar tan diversas fuentes posibles de generación de riqueza?
Los móviles del voto latino son primarios —por lo tanto urgentes: el bolsillo, el estómago y el miedo. Tenemos el 9% de la población global y un tercio de los homicidios que se cometen en el mundo, según las estimaciones del Banco Mundial. Nuestra tasa de asesinatos por cada 1.000 personas supera ocho veces la tasa mundial. La gente está harta de que, como dice uno de los personajes de Gabriela Wiener en su libro Atusparia, los Andes tengan “cinco estaciones: primavera, verano, otoño, invierno y masacre”.
Años atrás se podían enumerar de memoria los países donde el problema se focalizaba. La criminalidad y la muerte han penetrado todos los rincones, desde Costa Rica, donde el bloque de poder reconoció que no tiene capacidad de reacción, hasta Uruguay, la isla pacífica del sur, donde la tasa de homicidios ha llegado a duplicar el promedio histórico del país.
El monstruo grande pisa fuerte. Y como la política es mezquina, cada quien por su parte trata de solucionar con fronteras un problema que se aprovecha de ellas. Las drogas y la muerte son hoy la principal multinacional del continente, capaz de funcionar bajo las mismas lógicas de acumulación del capitalismo y de gotear recursos para auxiliar a quienes sostienen la pirámide.
Los Estados no son víctimas del problema, porque matan por omisión, o por acción con mano ajena. A los sobrevivientes también se les castiga institucionalizando la impunidad y diluyendo la cadena de responsabilidades. Como en todo negocio, unos ganan y otros pierden. No es casualidad que en lugar de depurar las fuerzas castrenses, los autoritarismos de derecha conviertan los cuarteles en despachos de gobierno. Durante su presidencia, Bolsonaro otorgó un estimado de 6.000 puestos a militares y exmilitares, incluyendo siete ministerios. De sur a norte está comprobado que policías y militares son un eslabón clave del crimen trasnacional.
Además, en una región tranquila, Estados Unidos no tendría cómo justificar su injerencia y fingir que lucha contra las drogas. Tampoco se debe obviar que sin armas y conflictos, no es posible el avance del saqueo y el extractivismo extranjero. Latinoamérica quiere seguridad, aunque le toque pagar altos costos. La derecha lleva la ventaja con sus soluciones marciales y autoritarias de mano dura. Sin posicionar la seguridad como un tema central de sus agendas, las izquierdas no tiene cómo dar la pelea. Cuesta proponer un remedio, pero cerrar los poros del sistema financiero por los que fluye y se legaliza la economía que alimenta el crimen podría ser un buen inicio.
También hay dilemas tácticos. Se invierte la energía en ganar presidencias, y los arrestos no alcanzan para lograr mayorías legislativas. Se gana el gobierno, pero se pierde el poder. En democracias centralistas de baja intensidad, su posición minoritaria en las regiones les impidió a Boric, Lula y Petro desarrollar sus agendas. López Obrador en México marcó el camino, de no haber consolidado unas bases regionales fuertes, su gestión habría quedado en entredicho. Tal vez implique más tiempo y redoblar esfuerzos, pero a la postre sea más estratégico formar militancias de base y disputar ese voto regional que se acepta como propiedad del clientelismo y la irracionalidad.
Por supuesto que los movimientos sociales deben preservar su vocación de poder, pero su representación fraccionada y minoritaria en los gobiernos progresistas desencadena tensiones entre aquellos que negocian una sumisión absoluta, y quienes terminan siendo tratados como parias por conservar su independencia y encender alarmas cuando se pierde el rumbo.
Además, mientras que el movimiento reniega de su policromía, las derechas, que son por naturaleza monolíticas, alimentan parte de su éxito vanagloriándose de su carácter homogéneo. ¿Están las fuerzas populares en la capacidad de encontrar el valor de su diversidad y tender verdaderos puentes de unidad? Nuestra América sigue siendo fecunda para los caudillos y los mártires. Los horizontes revolucionarios se diluyen en soberbias y vanidades, cuesta todavía aceptar que la realidad no la transforman los nombres sino las ideas.
No menos relevantes son los discursos de odio, la reproducción en masa de mentiras y las tiranías tecnológicas. Las elites de derechas comprendieron que la denominada batalla cultural no se gana con los ejércitos regulares del proletariado, sino en las redes sociales con fuerzas anónimas de bits y algoritmos. Lula sufrió en Brasil algo que habría sido impensado en sus primeros dos mandatos. A principios de este año, luego de que la Secretaría de Ingresos Federales de Brasil anunciara nuevos controles para evitar la evasión fiscal en transacciones de altos montos realizadas por Pix, la principal herramienta de pagos y transferencias electrónicas del país, la oposición manipuló un video del ministro de economía y desató una oleada de mensajes falsos que alertaban sobre un falaz aumento impositivo a las operaciones hechas por ese medio. Los bulos provocaron que cayeran 15,3 % las transferencias hechas por Pix, sistema que en 2024 movió 26,4 billones de reales producto de 63.500 millones de operaciones bancarias; para Lula significó además una crisis política de popularidad de la que todavía quedan secuelas.
En el caso colombiano, en la cuarta sesión del Foro Permanente de Afrodescendiente de la ONU, la vicepresidenta Francia Márquez, primera mujer negra en ocupar dicho cargo, denunció que en el primer año de gobierno recibió más de 12.000 mil insultos racistas a través de redes sociales. En La babel del odio, Luis Ignacio García dice que los algoritmos no son imparciales, pero aman el odio; tierra próspera para un nuevo darwinismo social crudo y duro en el que hay humanidades dignas de vivir y humanidades dignas del descarte: “El odio es la economía más efectiva del capitalismo contemporáneo, el narcótico que solo nos da tregua en la medida que más nos esclaviza a su lógica adictiva”. En el mismo libro, el filósofo y ensayista da adémas pistas de cómo empezar a detener el contagio: “El frente antifacista se abstiene de suponer que el odio [y la indignación] siempre es del otro”.
Si las izquierdas aspiran vencer y equilibrar las cargas, deben entender que las calles piden transparencia en la administración de los recursos y ratificar con hechos su respaldo a las agendas feministas, indígenas y campesinas, sectores que hoy son la vanguardia de la movilización social. También deben saber que, como plantea Luis Ignacio García, se enfrentan a derechas y discusiones que se creían superadas tras los pactos políticos-culturales de nuestras democracias. Los tiempos han cambiado, pero nuestro leviatán sigue siendo el mismo. En Ni amnésicos ni irracionales, Alberto Vergara asegura que “la historia de vida de América Latina se resume en las ansias por alcanzar la modernidad con la conciencia de haber carecido del tiempo para construirla. Nuestra historia es la interminable búsqueda del atajo que nos lleve a la modernidad. Sea la modernidad política (un Estado legítimo y efectivo), o económica (insertarse en el sistema mundial), nada ha marcado más la voluntad de los proyectos estadonacionales que el de apurar el recorrido hacia la modernidad”.
En la política muchas veces no se es lo que se quiere, sino lo que se puede ser. Sin embargo, hay tiempo de aventurarse a recuperar la irreverencia, la insolencia, los campos de fractura, maneras que fueron de la izquierda y hoy las han arrebatado las derechas. En Atusparia, dice Gabriela Wiener que la radicalidad puede ser pasajera, pero lo importante es no cambiar de enemigo. Después de varias crisis, el capitalismo ya no tiene cómo ocultar que acepta de manera decidida formas de desigualdad radical y de violencia estructural. La narradora peruana da en la diana cuando nos recuerda el rol que nos quiere delegar el sistema: “Al neoliberalismo le gustamos porque somos de abajo y nos pueden usar como modelo emergente a seguir”. Y como hace todo para que nunca lo logremos, “le servimos como ejemplo perenne”.
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