
por Luis Casado
En un mundo en el que todo –de la vida a la muerte, de la alegría al amor, de la procreación al aborto– devino un mercado controlado por los mercaderes… ¿Qué deciden las elecciones?
Mejor –o peor– aún, ¿de que se ocupan las elecciones? ¿Cuál es su objetivo?
François Bayrou, actual caricatural primer ministro de Francia, designado por el no menos caricatural presidente Macron, declaró alguna vez:
“Ya ningún ciudadano cree que hoy en día pueda cambiar concretamente su vida, su propia vida, con una papeleta de voto”.
Si Bayrou cree en lo que dice… ¿por qué siempre es candidato a todo, hasta llegar a ser ahora mismo un impotente primer ministro que ni siquiera tiene mayoría parlamentaria?
Se trata del mismo tipo que proclamó por todo lo alto:
“El pueblo necesita otra cosa que no sea la simple satisfacción de sus necesidades materiales.”
Louis XVI pensaba lo mismo y terminó en la guillotina… Bayrou ni siquiera utiliza la propia Historia de su país, Historia que a priori debiese conocer mejor que el ciudadano común.
Otro prócer, Luc Ferry, profesor de filosofía, ensayista y político francés, Licenciado en psicología, doctor en ciencias políticas, agregado de investigación en el Consejo Nacional de la Investigación Científica (CNRS), profesor de universidades y Ministro de la Juventud, de la Educación Nacional y de la Investigación del presidente Jacques Chirac piensa muy seriamente que:
“Peor que un poder oculto, descubrimos con la mundialización una pura ausencia de poder”. (sic)
El profesor Luc Ferry ignora la existencia de gente como Warren Buffet, Elon Musk, Bill Gates Mark Zuckerberg, Jeff Bezos, Steve Ballmer, Jim Walton, Michael Bloomberg, Bernard Arnault, Mark Mateschitz, Amancio Ortega, François Pinault y unos cuantos más, cuya fortuna personal es superior a U$ 50 mil millones.
Ignora también de qué va la publicación Forbes, y se pasa por los hijares a Donald Trump, Vladimir Putin, Xi Jinping, Mian Muhammad Shehbaz Sharif, Narendra Modi y otros jefes de Estado que sí tienen –y ejercen– poder.
Para no hablar de quienes se apoderaron de la caja en Chile y en otros países del tercer mundo.
Nadie puede exigirle a Luc Ferry haber oído hablar de Iris Fontbona (familia Lukšic), del corsario Julio Ponce Lerou (los corsarios asaltaban y robaban con patente del Gobierno de su nación), de Roberto y de Patricia Angelini Rossi, ni de Luis Enrique Yarur Rey. Ni aún menos de las inversiones foráneas que controlan los países en que se posan (Anaconda, Kennecot, BHP…).
El filósofo Luc Ferry decretó que “descubrimos una pura ausencia de poder”. Admitámoslo y preguntémonos, si fuese el caso: Entonces… ¿para qué votamos?
La democracia representativa, en sus orígenes, fue instituida –con todas sus limitaciones– para que los ciudadanos ejerciesen soberanamente el poder de designar sus mandatarios y las políticas que estos debían poner en práctica.
Eso significa el término “mandatario”. Se trata de un mandado. De uno que recibe una misión confiada por la ciudadanía, y que debe representar sus intereses.
Ahora respira profundo, mira en derredor, y juzga si en algún sitio ves algo parecido a la democracia representativa funcionando en todo su esplendor. Por todos los sitios la realidad muestra que el poder no reside en el o los mandatarios, sino en los poderes financieros.
Un electo, salvo excepciones, obra mayormente para proteger los intereses de quienes controlan la economía, de quienes son dueños de (casi) todo: industria, comercio, agricultura, educación, salud, deporte, arte, creación, sistemas de previsión, cultura mercantilizada y hasta de las infraestructuras hoteleras que te permiten buscar algunos días de reposo.
En esas condiciones… ¿de qué sirve votar? Where is the beef? ¿Dónde está el doblado?
Una candidata chilensis, Carolina Tohá –según el diario La Tercera–, ofrece “gobernabilidad” (sic). Y eso… ¿Se come?
¿Cómo define la insigne candidata (ex ministro del Interior de un presidente que prometió mucho, antes de limpiarse con su propio programa) la gobernabilidad?
Gobernabilidad, según el diccionario, es un nombre femenino que señala la cualidad de gobernable. ¿Quién es gobernable? ¿La candidata? En ese caso sería un sinónimo de ‘aceptable’ por parte de quienes manejan el palito del emboque. O bien de una candidata placebo.
Cada cierto número de años las elecciones –una payasada– distribuyen caramelos. Los mejores se los llevan los polichinelas que fungen de políticos venales.
Los candidatos funcionales sobran, hacen nata. No obstante, la posibilidad de ganar el primer premio es infinitamente más grande que la de ganar el Loto. O la Polla Gol.
La dificultad estriba en movilizar al electorado. Ese electorado que, constatando que las elecciones no resuelven nada, ni ofrecen ninguna posibilidad de aplicar un programa que favorezca a la inmensa mayoría de la población, cesó de ir a votar.
Por esa razón los poderes establecidos utilizaron un remedio de caballo: cambiaron el derecho a voto por una obligación: la del voto forzado. Y castigaron la abstención con una multa.
¿Dónde quedó el demos kratos?
Los griegos de la Antigüedad definieron así el “poder del pueblo”. Un pueblo que en la actualidad no tiene ningún poder, sino puras obligaciones, bajo apercibimiento de arresto…
Un candidato es un producto, una mercancía. Objeto de campañas de publicidad y de encuestas fabricadas por medio de estadísticas truchas.
Bien dijo Albert Einstein que “En cualquier sitio, en quince días una campaña de prensa puede excitar una población carente de juicio a tal grado de locura que los hombres están dispuestos a disfrazarse de soldados para matar y hacerse matar”.
Ahora bien, convencerles de votar por descendientes de criminales (Chile), partidos fundados por ex Waffen SS (Francia y Alemania), débiles de la cafetera (Argentina)… es mucho más fácil.
Entre las herramientas preferidas de los manipuladores de la opinión pública está la ‘estadística’.
A partir de una muestra consistente en algunos cientos de opiniones pre-filtradas se construyen récords de popularidad e impopularidad, preferencias electorales, simpatías y antipatías hechizas, y se prevén los resultados del voto de –eso esperan– millones de electores.
Un voto futuro, ese que intervendrá dentro uno o dos años, en medio de circunstancias totalmente desconocidas.
Algo peor aun que las previsiones de los economistas que no saben ni siquiera a qué hora Trump irá a aliviar la vejiga, ni en la madre de quién va a cagarse esta tarde.
De ahí que John Maynard Keynes les enviase a buena parte con un juicio indiscutible:
“De mañana no sabemos nada, y a medio plazo estaremos todos muertos”.
Otra cosa es la planificación de la sucesión, previamente tramada, financiada y anunciada como la venida de un mesías por parte de prestidigitadores ocultos tras las bambalinas. Que desde luego ponen el billete para hacer realidad la sucesión deseada.
Pero eso, eso… no se llama “elecciones”.