
por Mario Garcés
Presentación de De Papudo al infierno. Autobiografía de Andrés Valenzuela Morales de Verónica Estay Stange
LOM, viernes 23 de mayo 2025
Un libro muy bien escrito –gran pluma de la autora- pero francamente complejo.
Bien podría llamarse, historia de un hombre muerto, ya que trata de la vida de Andrés Valenzuela, un conscripto y luego funcionario de la FACH, que se convirtió en agente del Comando Conjunto y que sorprendentemente desertó en agosto de 1984. El mismo se definía así cuando desertó como “un hombre muerto”.
En esta condición se confesó con la Periodista Mónica González en la Revista Cauce y luego colaboró con variada información a los abogados de la Vicaría de la Solidaridad, quienes para salvarle la vida lo sacaron del país. Desde entonces, fines de 1984, vivió como exiliado en Francia.
Como testigo de época, recuerdo algo de esa historia, de un agente de la FACH que había desertado y contado a la Vicaría todo lo que había hecho y sabía como agente de la represión. Para quienes militábamos en la izquierda en esos años, lo que se empezaba a conocer, en un sentido se sabía, y en otros nunca terminábamos de saber de cuánto era capaz de hacer la represión. Esta ausencia de límites es un rasgo de la represión en regímenes autoritarios y terroristas, que tiene como efecto “superar nuestra imaginación”, la imaginación de la ciudadanía y de quienes resistíamos.
Este libro es un largo testimonio de la participación de Andrés Valenzuela en la represión como vigilante, guardia y progresivamente como sujeto activo de la represión en la detención de personas, allanamientos, operativos, etc.
El testimonio de Valenzuela, sin dudas, aportó al esclarecimiento de variados crímenes, así como a dar luces sobre el modus operandis de los aparatos represivos. Todo ello representa un gran valor, no solo para la historia, sino que, en su tiempo, para la verdad y la justicia.
Desde este punto de vista, no nos queda sino valorar la decisión de Valenzuela de desertar, y valorar también la escritura de Verónica que nos cuenta de la vida y las acciones represivas en la que participó Andrés Valenzuela.
Pero esta es solo una cara de la moneda; también hay otra, la del relato que puede terminar por hacer comprensiva la historia de Andrés –este ha sido tradicionalmente el papel de la historia- pero, la verdad es que estamos frente al mal, al “mal absoluto” o “mal radical”, como lo denominó Hanna Arendt que no admite comprensión. Es una delgada línea que me parece que la autora logra evitar, a pesar de la trama a veces amistosa en la forma de conversación que se estructura el relato. Esta doble dimensión, por una parte, aporta a la verdad y la justicia y por la otra, ingresa al problemático relato del infierno, el horror y del mal absoluto.
Hannah Arendt definió el mal absoluto en Los orígenes del totalitarismo del siguiente modo:
“Y si es verdad que en las fases finales de totalitarismo aparece, éste como mal absoluto (absoluto ya que no puede ser deducido de motivos humanamente comprensibles), también es cierto que sin el totalitarismo podíamos no haber conocido nunca a naturaleza verdaderamente radical del mal.” (Taurus, Baires, 1999, p. 11).
Richard Bernstein, filósofo norteamericano en su libro El mal radical (Buenos Aires, 2002, p. 288) cita un intercambio de notas entre Karl Jaspers y Hannah Arendt a propósito de Los orígenes del totalitarismo.
En una críptica oración final a su nota indica ¿Yahvé no se ha perdido demasiado lejos de vista?
En su respuesta Arendt señaló:
“He pensado en su pregunta “¿Yahvé no se ha perdido demasiado lejos de vista?” durante semanas, sin que se me ocurra una respuesta. Tampoco se me ha ocurrido una para mi interrogante del último capítulo (…). El mal ha probado ser más radical de lo que se esperaba. En términos objetivos, los crímenes actuales no están contemplados en Los Diez Mandamientos. O bien la tradición occidental está padeciendo su preconcepto de que lo más malvado que los seres humanos pueden hacer nace del vicio del egoísmo. Sabemos que los mayores males o el “mal radical” nada tienen que ver con esos motivos pecaminosos, humanamente comprensibles. NO sé lo que el mal radical sea en realidad, pero me parece que de algún modo tiene que ver con esto: hacer que los seres humanos en tanto seres humanos se vuelvan superfluos (no usarlos como medios para un fin, lo que deja intacta su esencia humana y sólo choca con su humana dignidad; en cambio volverlos superfluos en tanto seres humanos). Esto sucede apenas se elimina toda impredecibilidad (la cual, en los seres humanos, es el equivalente de la espontaneidad). Y todo esto, a la vez surge a partir –o, mejor dicho, se da junto con- el delirio de omnipotencia (no simplemente afán de poder) del hombre individual. Si un hombre qua man es omnipotente, entonces no hay motivo, en efecto, para que existan hombres en plural, así como en el monoteísmo es la omnipotencia de Dios la que lo hace el ser Único. De la misma forma, la omnipotencia de un hombre individual vuelve superfluo a los hombres.”
Desde otra perspectiva, las preguntas que se hace la autora al iniciar el libro en torno al ¿Cómo y Por qué? Como bien se indica, persisten, resisten… y no termina ser el objeto de este libro. Tal vez abre ventanas para estas preguntas:
– ¿Cómo un hombre puede ser arrastrado –o dejarse arrastrar- a formar parte de un sistema criminal que reprime a sus semejantes?
– ¿Cómo los torturadores pueden ejecutar sus sucias tareas, y paralelamente, llevar una vida familiar “normal”?
– ¿Por qué algunas personas soportan ese funcionamiento?
– ¿Por qué te quebraste? ¿Por qué en ese momento y no antes? ¿Por qué tú sí y otros no?
– Por qué, Papudo, por qué… (pp. 9 y 10)
Tal vez estas preguntas desafían a diversas áreas de saber humano. La más preferida suele ser la de la psicología, la psiquiatría, el desdoblamiento, del sujeto, los clivajes definidos como disociación, etc. Sí, ayuda, pero también hay que hacerse la pregunta de por qué una sociedad como la nuestra produce represores, torturadores, asesinos oficiales…en una palabra “terrorismo de Estado” … ¿Qué elementos hay en nuestra estructura social y en nuestra cultura que avalan y colaboran en la producción de estas conductas?

En este contexto, al menos parcialmente, estimo que estos problemas se relacionan con cómo los chilenos procesamos el orden y el conflicto… Vastos campos sobre los que nos cuesta pronunciarnos: el orden, en realidad prevalece como orden conservador, autoritario, fascistoide… Esta es la tónica dominante (mano dura presidente, mano dura mi general). Esta noción del orden niega el conflicto, de ahí su deriva fascistoide que concibe la sociedad como una especie de cuerpo unitario. Que cada uno cumpla su función y nos reconocemos todos como buenos chilenos. El orden es la patria; la subversión, la antipatria. Piensen el tema de la seguridad y como se resuelve desde la derecha y un cierto sentido común popular: leyes punitivas y más coerción (más presos y mas cárceles). No emergen otras alternativas…
Por otra parte, el conflicto, también es complejo sobre todo desde la izquierda ya que se relaciona inevitablemente con las luchas, completamente necesarias, pero, “la lucha de clases es igual a guerra de clases”, lucha armada y paredón son inevitables… ¿bajo qué condiciones?
La experiencia de la Unidad Popular es sugerente y ambivalente a este respecto, ya que, por una parte, apuesta por la legalidad (producir los cambios en libertad y democracia como insistía Allende), pero es también algo ingenua (la derecha y especialmente la DC se valió de la legalidad pre-existente para debilitar al gobierno y otorgar legitimidad a la acción militar).
Cambiar la sociedad es hacerse cargo del conflicto en la sociedad y admitir que es consustancial al orden social. No hay orden social sin conflicto (salvo para los fascistas). Ello supone una noción de la política que es más que los asuntos de la polis, es también el polemos en la polis (polemos significaba originalmente guerra, pero con el tiempo denominó el carácter conflictivo de la naturaleza y la realidad). La cuestión aquí es cuánto puede la política contribuir a dirimir los conflictos sin necesidad de recurrir a la guerra, la violencia o el terrorismo de Estado.
En el contexto de la dictadura, la defensa del orden era también la eliminación del “enemigo interno”. Una construcción norteamericana completamente funcional para las Fuerzas Armadas latinoamericanas y que, desde la omnipotencia del poder volvía a los hombres y mujeres de pueblo francamente superfluos.