
por Octavio García Soto
Durante los últimos dos meses Panamá ha sido escenario de una huelga nacional contra la privatización, la megaminería y el imperialismo estadounidense. Se trata del tercer periodo de disturbios civiles masivos que vive el país desde 2022. El capital y el gobierno han respondido con represión policial, persecución y despidos masivos. Sin embargo, esto no ha logrado sofocar las críticas generalizadas contra los funcionarios electos y las figuras políticas dominantes, centradas principalmente en la defensa de la soberanía panameña y el desprecio del gobierno por el debido proceso.
Sin un partido de izquierda que represente las demandas del movimiento, no se vislumbra un final claro al tire y afloje entre los trabajadores y un Estado cada vez más autoritario respaldado tanto por las grandes empresas como por Estados Unidos. Pero tras las protestas masivas de 2022 y 2023, ¿pueden estas manifestaciones pasadas enseñarnos algo sobre hacia dónde se dirige el movimiento actual?
Represión en aumento
Las movilizaciones han contado con la participación de los sindicatos bananeros, de la construcción y de los docentes, que convocaron una huelga indefinida el 28 de abril, así como de estudiantes, feministas, poblaciones indígenas y otros movimientos sociales. Los reclamos se hacen eco las reivindicaciones de las manifestaciones anteriores: la insuficiencia de los fondos de la seguridad social —que ahora enfrenta una privatización inminente, tras la aprobación de una nueva ley— y la intención declarada del presidente José Raúl Mulino de reabrir la mina Donoso, de propiedad canadiense.
La mina, una de las mayores extractoras de cobre del mundo, fue declarada inconstitucional en 2023. A esto se suma la condena generalizada del memorándum firmado en abril entre el gobierno y el secretario de Defensa de Estados Unidos, Pete Hegseth, que permite una mayor presencia militar estadounidense en Panamá en torno a la zona del canal. El canal fue construido y gestionado por Estados Unidos durante su ocupación de Panamá, que duró casi un siglo y terminó en 1999 tras una larga lucha por la soberanía.
El gobierno de Mulino, encabezado por el partido de derecha RM (Realizando Metas), respondió a las protestas con violencia, y el presidente declaró su oposición a las manifestaciones desde el principio. Según se informa, más de trescientos manifestantes enfrentan cargos judiciales y más de mil fueron llevados ante jueces de paz. Con el reciente despido por parte de la multinacional Chiquita de más de cinco mil trabajadores bananeros en la provincia de Bocas del Toro, está claro que las grandes empresas también están tomando represalias.
Como ministro de Seguridad durante el gobierno de Ricardo Martinelli en 2010, el propio Mulino desempeñó un papel clave en la represión de los trabajadores bananeros en huelga de Bocas del Toro, conflicto cuyo saldo fue de once muertos, dos ciegos y sesenta y siete personas parcialmente ciegas debido a la represión con balas de goma, según Human Rights Watch.
Ahora, como presidente, su administración está intensificando la represión, especialmente contra los sindicatos. Ordenó la detención de destacados líderes sindicales, allanó oficinas sindicales sin orden judicial, cerró cooperativas afiliadas e intentó recortar la financiación esencial de los sindicatos docentes. El sindicato de trabajadores de la construcción, SUNTRACS, también el más grande y militante del país, está sufriendo el embate de los esfuerzos del gobierno. Ya en febrero Mulino se había referido a la organización como una «mafia terrorista». El secretario general de SUNTRACS, Saúl Méndez, también con orden de detención, se encuentra actualmente a la espera de asilo político en la embajada de Bolivia.
Entre los cargos contra él figuran el lavado de dinero y el fraude, y algunas de las denuncias se remontan a casi veinte años atrás. Si bien estos cargos aún deben ser probados en los tribunales, los métodos del gobierno han alarmado incluso a los adversarios políticos de SUNTRACS en la derecha. Los críticos han contrastado esta persecución con la inacción del gobierno respecto al expresidente Martinelli, entonces jefe del ministro Mulino en 2010, quien fue condenado y recibió asilo político en Colombia en mayo.
La respuesta política
La respuesta de los partidos políticos y los representantes públicos ha sido tibia. El 30 de abril, una coalición de activistas, políticos independientes y representantes de todos los partidos firmó una declaración condenando el memorándum y llamando a los panameños a defender su soberanía en los foros internacionales. La declaración, destinada a mostrar un consenso en la clase política, no incluía las cuestiones relacionadas con la mina y la privatización de la seguridad social. Entre los firmantes se encuentran un expresidente, antiguos vicealcaldes y diputados e incluso diputados en funciones. Sin embargo, los políticos panameños son abrumadoramente impopulares.
El panorama político partidario de Panamá se ha basado históricamente en la corrupción, el clientelismo, las luchas entre élites y diversos grados de lealtad a Estados Unidos y al libre mercado. Esto ha sido aún más cierto bajo la administración de Mulino, ya que las líneas entre el gobierno y la oposición en Panamá son más difusas de lo habitual. El Partido Revolucionario Democrático (PRD), de tendencia socialdemócrata, a pesar de ser la única fuerza que votó en bloque contra la privatización de la seguridad social, colabora a menudo con RM en materia legislativa.
No existe un partido de izquierda que canalice estas demandas hacia la política institucional. El sentimiento antizquierdista predominante, alimentado por la influencia estadounidense durante la Guerra Fría y el control de la oligarquía panameña sobre la política y los medios de comunicación, ha resultado difícil de erradicar entre los votantes panameños. Todas las iniciativas electorales de izquierda, encabezadas por SUNTRACS o figuras afiliadas al sindicato como Saúl Méndez, han obtenido malos resultados, sin ningún representante electo y con una media del 1% en las elecciones presidenciales.
Así las cosas, el descontento popular se ha canalizado a través de figuras independientes «anticorrupción», centristas respaldados por las élites económicas, que han hecho campaña contra el establishment político con gran éxito. Si bien la etiqueta anticorrupción ha tenido éxito entre los votantes, sus defensores suelen utilizarla para blanquear cualquier reivindicación social y promover en su lugar la austeridad. Casi la mitad del grupo independiente ha votado a favor de la privatización de la seguridad social.
Lecciones del pasado reciente
En 2023, una movilización masiva presionó con éxito al Tribunal Supremo para que se pronunciara sobre un contrato minero inmensamente impopular. Fue una victoria conquistada en terreno fértil: el entonces presidente Laurentino Cortizo era muy impopular y los panameños se echaron a la calle impulsados por un ecologismo ampliamente compartido, ya fuera como fuente de orgullo nacional o como fuente de ingresos en la economía verde. Las cláusulas del contrato que otorgaban a la empresa minera First Quantum un control casi soberano sobre el territorio minero evocaban paralelismos históricos negativos con la ocupación estadounidense. Más importante aún, se trataba de un movimiento monotemático: declarar inconstitucional una mina que era claramente inconstitucional.
No fue así en las protestas de 2022. Impulsadas por una subida del precio del combustible, las movilizaciones pronto recopilaron una lista más amplia de reivindicaciones, entre las que se incluían una solución al déficit de la seguridad social, la baja de los precios de la canasta básica y la dedicación del 5% del PIB a la educación. Agrupados en la Alianza Popular Unida por la Vida, trabajadores, pueblos indígenas y movimientos sociales mantuvieron una huelga durante más de un mes, hasta que el gobierno accedió a sentarse a negociar con la Iglesia católica como mediadora.
Desde principios de la década de 1990 estas conversaciones han sido una frecuente válvula de escape en tiempos de crisis en Panamá. Además del gobierno, estos diálogos extrainstitucionales han contado a menudo con la participación de la sociedad civil, los sindicatos y las asociaciones empresariales. Pero en un país tan desigual como Panamá, no son solo los representantes de los empleadores los que canalizan la influencia de las élites económica, sino también los actores estatales y civiles del complejo de las ONG.
En 2022, los trabajadores no solo lograron establecer negociaciones bilaterales con el Estado, sino que también consiguieron una plataforma pública excepcional al retransmitir las conversaciones por la televisión pública. Si bien se alcanzó una primera serie de acuerdos, luego de la desmovilización y a partir de la presión de la clase empresarial, las negociaciones se interrumpieron. Los cambios estipulados en los acuerdos —entre ellos, la reducción de los precios de los alimentos básicos y el aumento del suministro de medicamentos en el sistema de salud pública— nunca se llevaron a cabo.
El resultado de las últimas protestas ha demostrado la disposición del Estado a ignorar la ley y la Constitución en función de defender los intereses de los grandes grupos económicos, y ha confirmado una vez más la justificada desconfianza del pueblo panameño hacia sus instituciones. Como reza la máxima colonial citada recientemente por el abogado panameño de derechos humanos Carlos Bichet: «acátese pero no sígase».
A cuatro años de las próximas elecciones presidenciales, la tradición panameña de forzar las negociaciones sigue siendo la mejor oportunidad de los movimientos sociales para ejercer poder fuera de las instituciones. Pero la ventana de oportunidad se está cerrando. El sindicato de trabajadores bananeros suspendió recientemente la huelga tras alcanzar un acuerdo con miembros del Congreso. Los legisladores han prometido debatir el mantenimiento de las prestaciones de jubilación de los trabajadores bananeros que la nueva ley elimina, así como mediar con Chiquita para que readmita a los miles de trabajadores despedidos. Mientras tanto, los sindicatos de la construcción y de los docentes siguen en huelga. Queda por ver si podrán forzar las negociaciones sin el apoyo activo de los bananeros. Si 2022 ofrece alguna lección, es que nunca hay que bajar la guardia.