
La inolvidable lección de Jean-Luc Mélenchon
El relato, en la voz de un québecois, con su típico acento, nos habla de la Francia eterna. Pero si sustituyes Francia por Chile, Victor Hugo por Pablo Neruda, los estibadores de Marsella por los mineros del desierto, Jaurès por Allende… estás conociendo la realidad nuestra, esa que parece insoluble y a ratos desesperada. Nos hace falta abrir los ojos… Transcripción y traducción del francés de Luis Casado.
Comenzó como una banal conferencia y no obstante, Francia, esa tarde, se despertó en un silencio que no había elegido. París, Universidad de la Sorbonne, un anfiteatro lleno, profesores, periodistas, y en el estrado Michel Onfray, figura intelectual cada vez más mediática, expone su discurso seguro de sí mismo, como convencido de ya tener la razón:
“Francia, mis amigos, ya no es un país de cultura…”
Un murmullo, risas corteses en la sala. Él prosigue, frío, metódico, casi clínico:
“Nuestra revolución es un mito fatigado. Nuestros valores sólo son eslóganes buenos para campañas electorales”.
Hace una pausa, y lanza la frase:
“Mélenchon es tal vez la última ilusión romántica de un país que ya no cree en nada.”
Risas, aplausos. Pero en el fondo de la sala hay un hombre que permanece inmóvil, las manos enlazadas, la mirada fija: Jean-Luc Mélenchon. No estaba previsto que él subiese al estrado, ni siquiera fue anunciado. Pero a veces es la Historia la que entra sin ser invitada. Él mira a Onfray, no con cólera, sino con la gravedad que sólo un hombre que ha atravesado tempestades puede llevar en los ojos. Se levanta lentamente y en ese instante el ambiente cambia, como si el aire mismo se hubiese puesto más denso. Un murmullo recorre las filas. Algunos estudiantes reconocen su rostro. Pero nadie dice ni una palabra. Onfray se interrumpe, sorprendido. Sonríe, algo socarrón.
“Señor Mélenchon… ¿tiene algo que agregar a mi autopsia de la República?”
Jean-Luc no responde, no aún. Avanza, sus pasos resuenan como latidos del corazón, en su mente algunas imágenes, las de Mayo 1968, los CRS (policías), los adoquines, los eslóganes pintados manualmente, su padre obrero, su madre orgullosa, y esa convicción intacta: la República no es un recuerdo, es un combate.
Sube los peldaños del estrado, se vuelve no hacia Onfray, sino hacia el público, y dice sencillamente:
“Se ríen de nuestro pasado porque le temen a nuestro porvenir.”
Silencio, más profundo que una tempestad, más pesado que un grito. No tenía necesidad de gritar, ni siquiera de levantar la mano. Su simple presencia bastó para traer de regreso el silencio. En esta sala sin embargo tan llena de orgullo y de certidumbre, era un viejo hombre erguido el que repentinamente reescribía las reglas. Jean-Luc Mélenchon se aproxima del micrófono, pero no lo toma. Habla con su voz desnuda, como en una asamblea ciudadana. Cada palabra es clara, cada palabra ha sido sopesada, cada palabra es portadora de una memoria:
“Os han enseñado una Francia glacial, coagulada en los libros. Yo os hablaré de una que sangra aún en las manos de quienes la mantienen de pie.”
Él mira la sala… no los ojos de los jóvenes, las caras fatigadas, las sienes grises, las manos encallecidas…
“Ud habla de cultura muerta, señor Onfray, pero Ud nunca escuchó a un obrero recitar a Victor Hugo al salir de la fábrica. Ud nunca vio a un sindicalista citar a Jaurès, con los ojos llenos de lágrimas. Y Ud no ha marchado nunca un 1º de Mayo, tomado de las manos de quienes sostienen el país.”
Michel Onfray sigue sonriendo, pero ya no responde. Mélenchon continúa… su voz tiembla… no de miedo, sino de emoción:
“Conocí la República cuando se vestía con las blusas de los profesores primarios, cuando olía a tiza, a la tinta violeta y las libretas de la cantina. Ella estaba allí, en cada mirada digna, en cada silencio de dignidad. Ud la niega, porque Ud ya no la reconoce en el espejo. Pero ella sigue allí, sólo que adquirió los rasgos de aquellos que Ud no ve…”
Entonces saca de su bolsillo una pequeña libreta, usada, arrugada, y la levanta lentamente:
“Esta es la libreta de mi padre, obrero metalúrgico en Tánger, estibador en Marsella, ciudadano de la República. Él no tenía las palabras para defenderse. Yo las aprendí, no para mí, para él, para Uds.”
Un suspira atraviesa la sala. El tipo de suspiro que precede las lágrimas. La libreta aún en sus manos. Nadie habla, incluso los más cínicos están petrificados. Porque lo que ven no es un discurso, es un recuerdo enhiesto. Mélenchon cierra la libreta suavemente. Y levanta la cabeza:
“Este país no necesita que lo expliquen: necesita que lo escuchen.”
Onfray se apoya contra su pupitre, busca un terreno estable, pero esta tarde está sobre la arena. Jean-Luc avanza aún. No hacia el orador, sino hacia los estudiantes, hacia aquellos que mañana deberán escoger qué creer y sobre todo qué defender.
“¿Ud. quiere hablar de cultura muerta? Voy a darle entierros de fábricas, sin cámaras, estaciones rurales de ferrocarril que cierran una tras otra mientras París se harta. Modos de hablar que son ridiculizados en la televisión, y bibliotecas de aldeas donde la luz tiembla pero permanece encendida. Eso es Francia.”
Su mirada se posa sobre una joven de la primera fila, que tiene los ojos llenos de lágrimas. No sabe por qué, pero ella comprende.
“Os enseñaron que la República era un monumento, pero eso es falso. Está viva. Y cada vez que un hombre se levanta para decir ¡No! la República respira.”
Silencio. Y luego concluye, sin levantar la voz…
“No vine a defender una ideología, vine a recordar un rostro. El de un pueblo que nadie jamás miró”.
Retrocede, no para huir. Sino para dejar un vacío, y en ese vacío nace otra Francia. Onfray no dice nada. Tal vez por la primera vez en su vida no encuentra nada que responder. Jean-Luc retrocede, sí, pero la atención permanece pegada a él. Podría abandonar la sala ahora, pero sabe que sería demasiado fácil. Sería huir como tantos otros huyeron antes de él. Huir el debate, huir el conflicto. Huir de la verdad. Entonces Jean-Luc Mélenchon se queda. De pie frente a una sala que comienza a comprender que lo que está viviendo no es una conferencia: es una prueba de memoria. Levanta nuevamente los ojos, no para buscar miradas sino para recordar.
“Cuando yo tenía 12 años mi abuelo me llevó a Beziers. Era un 14 de julio… Desfilábamos con los ex combatientes. Él tenía las manos torcidas por el trabajo, las piernas pesadas, pero la mirada recta. Me dijo: ‘Aquí no marchamos por lo que tenemos… Marchamos por lo que rehusamos olvidar…’”
Hace una pausa, su voz tiembla apenas… Justo lo necesario para comprender que lo suyo no es un teatro. No es una actuación. Es sólo lo vivido.
“Hoy día tengo la impresión de que quieren hacernos olvidar todo. Que nos enseñan a desaprender. A desaprender la lucha, la fraternidad, la dignidad…”
Se vuelve lentamente hacia Michel Onfray, pero no lo mira con desprecio, es aún peor: lo mira con una suerte de suave tristeza, como se mira a un hermano que se perdió.
“No es su inteligencia la que cuestiono. Es su amnesia.”
Luego camina hacia el centro de la escena. Con un gesto pide que apaguen las luces. En la penumbra se ve justo apenas para discernir su silueta. Su voz monta, un poco. Justo lo necesario para ser escuchado por aquellos que dejaron de oír hace mucho tiempo.
“¿Ud. piensa que la cultura francesa murió? Vaya a las poblaciones HLM (pobres) y escuche a las madres que le recitan poemas a sus hijos, vaya a los bares de provincia donde citan a Brassens entre dos tragos de pastís, vaya a los cortejos un día de huelga y escuche los eslóganes cantar a Aragon.”
La oscuridad se hace más oscura, y nadie se mueve. Ni siquiera Onfray intenta nada.
“Este país está lleno de voces que ya nadie escucha. Lleno de memorias que ya no tenemos, y es ese silencio, ese silencio el que nos está matando.”
Inspira profundamente, y su última frase cae como una guillotina:
“Un pueblo que no sabe recordar termina siempre aplaudiendo a aquellos que lo desprecian.”
Silencio, pero esta vez no es el silencio del malestar y la incomodidad: es el silencio del respeto. El que llega cuando no hay nada que agregar. En un rincón de la sala un hombre viejo se levanta, y luego otro, y luego un joven, y una mujer, uno a uno, no para ovacionar sino para decir. Comprendí. Comprendí, sin consigna, sin eslogan, justo ese antiguo reflejo que se creía olvidado: el respeto.
Pero Jean-Luc Mélenchon no saborea nada, no busca ni aplausos ni reconocimiento. Sabe que no ha terminado, porque la República que él defiende sigue de rodillas. Se vuelve hacia el público… y esta vez su voz se endurece:
“Os dijeron que todo va bien, que el progreso iba a arreglarlo todo, que había que olvidar las luchas, y las cóleras, olvidar las banderas…”
Marca un silencio largo, profundo e inconfortable…
“Pero lo que no os dijeron es que mientras Uds. cierran los ojos vendían nuestros hospitales, cerraban nuestras escuelas, privatizaban nuestros ferrocarriles, borraban nuestros servicios públicos como se borra un pizarrón…”
La sala comienza a ponerse tensa, algunos sienten con la cabeza, otros desvían la mirada…
“¿Uds. creen que es un azar si los pueblitos mueren, si el campo se muere, si los hijos de obreros ya no llegan a ser médicos?”
Apunta hacia el fondo de la sala como si viese más lejos que los muros…
“No fue la globalización la que nos traicionó, fueron nuestras propias élites, los que portaban nuestras corbatas, nuestros diplomas, nuestras promesas, y que escogieron Bruselas en vez de la Bastilla.”
Un murmullo de inquietud recorre la sala, Mélenchon baja la voz pero su voz golpea más duro aún:
“Os enseñaron a respetar aquellos que hablan bien… esos que escriben en diarios que cuestan caro, que hablan desde arriba, pero la verdad mis amigos es que aquellos que hablan con elegancia son a menudo quienes os roban sin ruido…”
Se vuelve una última vez hacia Michel Onfray y lo mira a los ojos…
“Ud. nos acusa de romanticismo pero lo que Ud. no comprende es que en este país la esperanza siempre comenzó como un poema, y que siempre terminó como bandera….”
Ni una sola palabra sale de la boca de Onfray, ni ironía, ni desprecio, sólo esa mezcla extraña de incomodidad y de duda, como si en el fondo de él mismo algo se hubiese quebrado.
Mélenchon vuelve a sentarse y esta vez en la sala el silencio es casi religioso. Está sentado, sí, pero la atención sigue centrada en él. No tiene necesidad de micrófono, ni de títulos, ni de pantalla gigante detrás de él. Bastan su cuerpo, sus arrugas, su voz, incluso su silencio.
“Toque, le dice, yo soy la memoria que Ud. intenta olvidar…”
Un estudiante osa, por fin, hablar. Su voz es vacilante…
“Pero… señor Mélenchon… y nosotros, ¿hacemos qué, nosotros?”
Jean-Luc levanta la vista, y no es una mirada de reproche, es casi una ternura paternal… Casi. Se levanta una vez más, y esta vez ya no se dirige a Onfray. No se dirige ni siquiera a la élite: le habla a aquellos que la República no mira jamás…
“Les diré lo que hacemos… Comenzamos por mirarlos, a ellos…”
Avanza hacia la escena, y allí, como si recitase un inventario doloroso, los nombra:
“Las enfermeras que trabajan de noche, las mujeres del aseo que cruzamos sin saludarlas nunca, los ventanilleros que medio remplazan por máquinas, los profesores primarios que compran ellos mismos los cuadernos de sus alumnos, los agricultores que se levantan a las cuatro de la mañana para vender su leche a precio de descuento, los tiznados (trabajadores de ffcc) que insultan en cada huelga, los delivery en bicicleta bajo la lluvia, los basureros a quienes nadie les dice “¡Gracias!”, y los invisibles, todos los invisibles, los que limpian, que cargan, que pliegan, que caen y que llaman “Nadie”.”
Su puño se cierra suavemente… sin odio, pero con rabia, sí… contenida y sana…
“No veréis nunca sus nombres en los programas de la televisión, pero son ellos los que mantienen este país de pie. No los cronistas, no los editorialistas, no los ministros. Ellos…”
Hace una pausa… y esta vez su voz se quiebra…
“He visto sus lágrimas, he visto sus manos, he visto sus recibos de salario… ¿Y saben Uds. lo que estaba escrito allí?”
Silencio, la sala sigue inmóvil… como si el tiempo hubiese sido puesto en pausa. Como si por una vez todos hubiesen comprendido que este momento no se reproduciría más.
“Entonces, sí, Uds. pueden reírse de nosotros. Podéis llamarnos populistas, atrasados, utópicos, pero la única cosa que no podréis decir nunca es que los traicionamos…”
Una joven, en la asistencia, enjuga una lágrima. Un hombre más mayor, de unos cincuenta años, baja la cabeza, no de vergüenza, sino por agradecimiento. Porque mientras haya alguien para pronunciar sus nombres la República no estará muerta. Estará herida, pero viva. Mélenchon desciende lentamente de la escena, no para huir sino para mostrar que él no está “arriba”, está entre ellos, con ellos y por ellos. Bajó del estrado pero nadie se levantó, nadie aplaudió, porque no era una actuación, era un duelo compartido. El de una Francia que creían perdida y que de repente retomó la palabra.
Jean-Luc se sienta en la primera fila, no dice nada más, respira, y mira. Michel Onfray, siempre en el estrado, ordenando sus hojas, con una mirada vaga como si buscase algo que nunca había querido ver. La sala lo observa, no para juzgarlo, sino para saber si finalmente va a escuchar, a oír. Intenta una palabra pero le falta el aire. Tal vez -por la primera vez en su vida- siente que no tiene nada que decir.
Un estudiante rompe el silencio, voz calma, sincera:
“Señor Mélenchon, ¿por qué continúa Ud? ¿Por qué sigue luchando? No quieren oír nada…”
Jean-Luc gira lentamente la cabeza, su mirada es calma, sus rasgos son fatigados, pero en sus ojos una rara claridad…
“Porque el día en que cesaré de luchar será el día en el que ya nadie creerá en nada.”
Se levanta por última vez y esta vez ya no le habla solo al anfiteatro, le habla a todo el país invisible, fatigado, pero aún de pie…
“Marché con los estibadores del Havre, lloré con las mujeres del aseo de Marsella, canté en las manifestaciones masivas y en las reuniones públicas… y alguna vez dudé… Pero nunca abandoné porque este país, incluso traicionado, aún cansado, merece que lo defiendan. No por lo que es hoy, sino por lo que podría volver a ser…”
Cierra los ojos un segundo como si hablase a quienes ya no están… a los que le precedieron, a esos que nunca conocieron la victoria…
“La República no es una palabra en una bandera. Es una promesa, y mientras uno solo de entre nosotros crea aún en ella… ¡vive!”
La audiencia sigue inmóvil, ni un soplo, ni una palabra, y entonces una mujer en su cincuentena, de pie al fondo del anfiteatro, murmura: “¡Gracias!”.
Ni un grito, ni una declaración, justo “¡Gracias!”. Suficiente.
Jean-Luc Mélenchon abandona la sala, no como un héroe, no como un profeta. Apenas un hombre que cumplió su promesa hasta el fin.
Partió sin volver la cabeza, sin saludar, sin aplaudir, como un hombre que sabe que el silencio que deja tras de sí dirá siempre más que las palabras. Pero su partida no tenía nada de un final. Fue la apertura de una brecha.
Esa tarde, en los corredores de la Sorbonne, entre pasantes de voces apagadas, algunos no decían nada, otros murmuraban, como después de una ceremonia. Y los que reían algunas horas antes tenían ahora la mirada fija. No habían sido testigos de un discurso sino de un llamado a la memoria, de una advertencia.
En una calle adyacente, un joven periodista en pasantía llamó a su redactora: “Tenemos que hacer una nota, lo que vi esta tarde es histórico.” Ella sonrió primero, luego lo escuchó hasta el final y en vez de olvidar la idea dijo: “De acuerdo, escríbela y pon tu nombre. Y esta vez, nada de cinismo. Cuéntalo como lo viviste.”
A 20 km de allí, en una modesta casita de la Essonne (una provincia), un padre de familia miraba la redifusión en su teléfono. El rostro grave. Su hija de 16 años lo observaba desde la escalera: era la primera vez que lo veía llorar sin ruido.
“¿Quién es ese señor?”
Su padre sólo respondió: “Es la memoria de tu abuelo.”
En un bar de Saint-Nazaire las discusiones de la tarde habían cambiado de tono. Ya no se hablaba de las faltas, de los precios que suben, ni siquiera de política. Alguien decía: “¿Escuchaste lo que dijo sobre los invisibles? Ese soy yo, somos nosotros.”
En la radio, la mañana siguiente, el debate estaba lanzado. No sobre lo que Mélenchon había dicho, sino sobre lo que nadie osaba decir desde hacía largo tiempo. La palabra Pueblo había regresado a los estudios, y esta vez no como una caricatura.
Al mismo tiempo, Michel Onfray, en el silencio de un taxi, releía sus notas de la tarde. Pero algo andaba mal: lo que había escrito ya no se sostenía. No después de lo que había vivido y de lo había creído decir con el propósito de explicar… pero había sido eclipsado. Lo que permanecía era esa voz rugosa, cálida, llena de años, y esas frases que resonaban como verdades perdidas.
Esa tarde Jean-luc Mélenchon no había ganado un debate. Había reencendido unas brasas. En las cenizas aún tibias de una República que decían muerta. Y algunos, al salir del anfiteatro, lo habían sentido en sus tripas. Algo estaba recomenzando. El día se levantó sobre París, gris, lento, como de costumbre. Los cafés abrieron sus puertas, los Metros retumbaban y la vida, aparentemente, retomaba su rumbo. Pero para quienes habían estado allí… nada era exactamente lo mismo.
En el anfiteatro, ahora vacío, un empleado de la limpieza pasa entre las filas de asientos. Recoge un vaso de plástico, una libreta olvidada, un bolígrafo caído, y luego se detiene. En el centro del estrado alguien había dejado algo. Un ejemplar de una carta de Luc Ferry, plegada, usada. En la primera página una frase subrayada en rojo:
“La República es el nombre que le damos a la Justicia cuando se pone de pie”.
El hombre la lee, cierra el libro y lo desliza discretamente en su bolsillo. A algunas calles de allí, una profesora modifica el plan de su curso. Había previsto un capítulo sobre la Revolución Industrial. Lo borra y escribe con la tiza, lentamente, casi con respeto…
“¿Qué es la dignidad política?”
Sus alumnos no comprenden inmediatamente. Pero algo en su voz les dice que esta vez no será un curso como los otros.
En una cadena de información en continuo intentan reinterpretar la velada. Algunos hablan de giro dramático, otros de populismo emocional. Pero la palabra que más se repite en las bocas sorprendidas de los cronistas es la que evitaban desde hacía ya demasiado tiempo: Respeto.
Y Jean-Luc Mélenchon, ¿dónde está ahora?
Camina solo, en alguna calle de los suburbios parisinos, las manos en los bolsillos. Sin cámara, sin micrófono. Se detiene frente a una escuela primaria. Los niños juegan en el patio. Un chico de abrigo rojo corre, se cae, se levanta sin llorar.
Mélenchon sonríe. No dice nada. Pero en su mirada fatigada, en ese párpado que vibra, en esa mano que tiembla apenas, está todo lo que el país rehusa admitir.
No es la elocuencia la que cambia los pueblos: es la presencia.