
por Franco “Bifo” Berardi
¿Cómo seguir pensando cuando el horror se vuelve norma? ¿Qué sentido tiene el lenguaje frente a la imagen repetida de la destrucción? En Pensar después de Gaza, Franco “Bifo” Berardi no ofrece respuestas, sino un gesto: el de atreverse a escribir desde el colapso.
Este ensayo, recién publicado por LOM ediciones junto a Tinta Limón Ediciones, es una tentativa radical por nombrar el presente, un presente atravesado por la ferocidad, el exterminio y la caída de toda promesa de humanidad. Bifo escribe desde la desesperación, pero también desde la necesidad ética de mirar el abismo de frente, de nombrar lo innombrable, de no callar cuando el mundo naturaliza el crimen.
El fragmento que compartimos no es cómodo. No busca serlo. Es un llamado a leer cuando ya no se quiere mirar, a pensar cuando el pensamiento parece haber sido arrasado.
Lee el adelanto aquí y acompáñanos en esta lectura que ofrece lucidez.
La crueldad del barroco posmoderno

Si la ferocidad es la lógica de la supervivencia animal, la crueldad es el deseo humano de infligir dolor.
Innumerables episodios descritos por periodistas y documentados en videos muestran que la violencia de los soldados del ejército israelí no está dirigida a cumplir una cuestionable misión militar, sino a humillar, ridiculizar a las víctimas, torturar e infligir dolor intolerable.
En las redes sociales han circulado numerosas fotos y videos donde militares de la IDF (Israel Defense Forces) destrozan muñecas encontradas en casas que alguna vez habitaron niñas palestinas, queman bibliotecas de esas viviendas, y se dejan filmar mientras ríen burlonamente ante el terror de una familia, ante el dolor de un padre que perdió a sus hijos o de una mujer que perdió a toda su familia. Las atrocidades en las que los soldados israelíes exhiben hoy una crueldad que rivaliza con la de aquellos de quienes nos hablaron nuestros padres y abuelos –los que presenciaron las acciones de las tropas nazis en territorio italiano, en Marzabotto, en Sant’Anna di Stazzema–.
Si la ferocidad es el resurgir de la brutalidad, la crueldad sugiere que la saña se ha convertido en una ciencia desarrollada por los humanos civilizados para tornar terrorífico todo lo que la civilización había hecho útil o reconfortante.
En septiembre de 2024, cuatro mil beepers vueltos explosivos se detonaron simultáneamente, causando miles de víctimas y sembrando pánico en las ciudades libanesas.
Fue una demostración de genialidad de la industria israelí del Holocausto: prueba de la superioridad técnica y económica del aparato de exterminio de un país que sobresale en la tecnología de la muerte.
Pero conviene recordar que el destino humano es voluble, y la técnica de muerte evoluciona sin pausa: los nazis alemanes también eran superiores cuando en 1939 invadieron Polonia y Francia aprovechando su ventaja tecnológica que permitía a sus tropas moverse con rapidez y ocupar territorios velozmente. Sin embargo, esa superioridad no duró eternamente. Al final, los bombardeos angloamericanos arrasaron ciudades alemanas, infligiendo sufrimientos indecibles a militares y civiles.
En la competencia de la ferocidad, los angloamericanos demostraron superar a los nazis: lo probaron con los bombardeos de Hamburgo, Dresde, Tokio, Hiroshima, Nagasaki…
En 2024 hemos aprendido que la ferocidad y la crueldad no tienen fin, y que la cadena de venganza no puede romperse.
Hemos aprendido que no hay razón para esperar que alguien nos devuelva la esperanza que Israel ha borrado del futuro de la especie humana a la que tenemos la desgracia de pertenecer.
En la festividad de Purim, se celebra la salvación del pueblo judío, que gracias a Ester escapó del exterminio planeado por el malvado Amán. Durante esta celebración, los judíos cumplen cuatro mitzvot (preceptos), entre los cuales, además de la lectura pública de la Meguilat Ester, está la entrega de comida a los pobres.
Los sionistas –una caricatura perversa de lo que alguna vez fueron los judíos– prefieren impíamente matar de hambre a dos millones de personas, usando el hambre como arma de guerra y dominación.
Pero, aunque han traicionado todo lo progresivo de la cultura judía, los israelíes no han perdido las ganas de divertirse: montan un obsceno carnaval de violencia.
“Cientos de colonos judíos israelíes invadieron la mezquita de Al-Aqsa durante Purim, el carnaval judío. Las fuerzas de ocupación expulsaron a los fieles musulmanes y cerraron los accesos todo el día, permitiendo libre entrada a las “bromas” de los colonos. Soldados israelíes pisotearon con sus botas las alfombras de oración dentro de la mezquita”, reportó Anbamed, Noticias del Sudeste del Mediterráneo.
No creo en ningún dios, y me deja indiferente el sacrilegio de los infames profanadores sionistas, igual que los actos sacrílegos antijudíos o anticristianos de los criminales del Daesh. Pero hay algo terriblemente siniestro en esta exhibición mediática de rituales tribales, en este culto barroco a la profanación.
Hay algo especialmente abyecto en la forma en que se lleva a cabo el genocidio israelí: por más que su actuar parece una revisión del trauma del Holocausto, pero en ellos se ha perdido la gótica severidad de los asesinos hitlerianos.
Mediatizado y popularizado, el exterminio posmoderno despierta la alegría psicótica de los asesinos de Tsahal y excita la jactancia burlona del ejército popular de colonos.
Nacionalizado rigurosamente en la era gótico-hitleriana, el Holocausto se convierte ahora, en la era neoliberal, en una empresa privada a la que dedicarse para luego regocijar a la familia que en casa se divierte viendo las imágenes de los torturadores haciendo alegremente su trabajo.
Tras presenciar los bombardeos sobre civiles, asistimos al espectáculo de un pueblo en armas sediento de sangre, empeñado en masacrar a un pueblo de desesperados, persiguiendo a familias que huyen de un campamento a otro.
El horror mediatizado se ha vuelto espectáculo cotidiano; la crueldad es parte del carnaval, y el barroco estridente de las masas descerebradas ha reemplazado al altivo gótico del siglo pasado. Mientras esperamos que alguien apague la megapantalla…
El 7 de julio de 2024, en el boletín diario de Anbamed, leo una noticia sobre violencia, entre las incontables provenientes de Gaza, Cisjordania y los territorios que el Estado sionista ha agredido y oprimido durante 75 años:
15 prisioneros palestinos fueron liberados ayer de la cárcel del desierto del Negev. Mientras regresaban a pie a Gaza, la artillería israelí los alcanzó con varios disparos de obús. Un sobreviviente relató: “Apenas llegamos a la carretera asfaltada al este de Rafah, la artillería nos apuntó. Murieron siete; los demás quedaron heridos. Fue un ataque deliberado”. El grupo de detenidos liberados habían sido arrestados por ser conductores y trabajadores de carga para ayuda humanitaria, contratados por la UNRWA. Los supervivientes relataron haber sufrido torturas y tratos humillantes por parte de los soldados: “Nos golpeaban brutalmente, nos desnudaron y tiraron al suelo. Caminaron sobre nuestros cuerpos con sus botas, aplastándonos los genitales. Varios sufrieron fracturas en las extremidades y quedaron sin atención médica. Nos escupían en la cara y orinaban sobre nuestros cuerpos tendidos en el piso. Comíamos con las manos atadas a la espalda, con la boca directo al cuenco, como perros. Para humillarnos más, antes de darnos el cuenco nos obligaban a ladrar. Quien se negaba, era privado de comida”. Nunca recibieron acusaciones formales ni comparecieron ante un juez militar. Solo interrogatorios y torturas. Fueron liberados… y luego bombardeados.
Este tipo de violencia no busca sino humillar, deshumanizar y sobre todo infligir dolor. Trasciende así la mera ferocidad –reacción natural de un cuerpo animal agredido y aterrorizado–. Aquí hay algo exquisitamente humano: la crueldad, el placer de someter e infringir dolor.
Este placer del mal no es ferocidad, sino una manifestación perversa donde el deseo de dominación supera la necesidad de autoprotección.
El sionismo ya no es solo la autodefensa feroz de un colectivo que elabora así el trauma del Holocausto. Es también la política perversa de un Estado colonialista: una población de colonos que instrumentaliza el sufrimiento histórico de sus ancestros para convertirla en justificación de un privilegio y, finalmente, deleitarse con el dolor infligido a quienes no pueden defenderse.
Fuente: Lom Ediciones