
por Bolívar Echeverría
También la teoría se vuelve fuerza
material, cuando ella alcanza las masas.
Karl Marx
Lo que sigue pretende describir e interpretar, por lo menos parcialmente, la relación íntima y peculiar en que se encuentran la situación actual del modo de producción vigente en Occidente, por un lado, y la conciencia revolucionaria de nuestro tiempo, por otro. Cumplirá su cometido, si logra ayudar en algo a quienes se empeñan por comprender mejor la situación histórica de América Latina.
El desarrollo de este tema exige que se traten dos puntos descriptivos y uno de interpretación: 1) la conciencia revolucionaria, 2) la estructura básica del modo de producción vigente hoy en día en el mundo occidental y 3) las posibilidades que abre este modo de producción para el aparecimiento concreto de una conciencia revolucionaria.
1) La conciencia revolucionaria
Hoy en día es ya difícil encontrar quien pretenda negar la injerencia esencial de la conciencia revolucionaria en los cambios estructurales que han determinado y determinan el desarrollo histórico de las sociedades. Se reconoce casi generalmente la existencia de “estados de ánimo colectivos” que, motivados por las contradicciones reinantes en un modo determinado de producción, instituyen en la conciencia social una especie de “manifiesto” semi-expreso en el que constan, más o menos claramente delineadas, las soluciones anheladas para las contradicciones existentes y los métodos políticos y económicos conducentes a tal fin. Los problemas y las disidencias teóricas aparecen cuando los intelectuales comienzan a definir e interpretar la conciencia revolucionaria y sus contenidos en un sitio y un momento concretos de un determinado modo de producción. El aparecimiento de tales problemas y disidencias proviene del hecho que aquel “estado de ánimo” y aquel “manifiesto” revolucionario son aparecimientos semi-expresos en la conciencia social y, por lo tanto, ambiguos. La sociedad no expresa unívoca y precisamente las contradicciones que la carcomen. La clase que hipotéticamente estaría llamada a hacerlo, por cuanto son sus miembros quienes experimentan más radicalmente —en la negación de sus posibilidades materiales de EXISTENCIA— la contradicción de la sociedad en que viven, se encuentra privada del lenguaje técnico, político-económico, necesario para plantear dicha contradicción y formular soluciones consecuentes. Ella es la portadora más firme del “estado de ánimo” inconforme y la autora anónima del “manifiesto” revolucionario semi-expreso, pero no puede más que limitarse a decir su “¡Sí!” o “¡No!” decisivo a los proyectos de acción que le presentan “los que saben leer y escribir” y que provienen, por ello, de clases opresoras o sólo mediatamente oprimidas.
En cuanto extraños a la clase que posee genuinamente “la última palabra” en materia revolucionaria y debido a que esta palabra es, por lo menos aparentemente, plurívoca, los intelectuales que quieren precisarla e interpretarla se ven envueltos en un intringulis de hermenéuticas divergentes y hasta opuestas. Y, lo que es más, tienen que reconocer que sus afanes de Pitonisa los llevan a resultados diversos debido a que cada uno de ellos mezcla en las intenciones de la voluntad revolucionaria contenidos ajenos a ella y propios tan sólo del ámbito de intereses al que cada uno de ellos se pertenece.
Es así que la conciencia revolucionaria se encuentra casi siempre revestida —a menudo de manera casi irreconocible— por mitos e ideologías que, a veces combatiéndose, otras veces pactando y formando contubernios, reclaman cada una para sí el ser portavoz autorizado de las masas. Todos estos mitos e ideologías pretenden “saber qué quiere el hombre en la intimidad de su esencia” y comprueban su “verdad” con inmensas listas de adeptos “democráticamente” levantadas. Ahí están todas esas religiones y doctrinas semireligiosas de escatología más o menos radical y de métodos morales hedonistas o ascéticos; ellas aseguran que la “íntima verdad del hombre” (traducido: la conciencia revolucionaria) es el reconocimiento de su limitación fundamental y de su soledad individual y la tendencia a la “salvación” mediante el “tomar sobre sí” esa limitación y esa soledad en ACTOS supremos, liberadores y sagrados (algunos ejemplos: la muerte, la experiencia anticipada de la muerte, el acto místico, el amor al prójimo, el amor al deber, la experiencia existencial, la experiencia artística, la del amor, de los paraísos artificiales, etc., etc.). Ahí están también todas esas ideologías optimistas del progreso que interpretan la conciencia revolucionaria no como el producto de una lucha de intereses antagónicos sino como conciencia general de la sociedad entera, teniendo a la superación paulatina de ésta, el progreso por maduración, y representada por una “voluntad general del pueblo”, auscultable mediante métodos mecánicos de verificación democrática.
Si nos interesa conocer la estructura y los contenidos de la conciencia revolucionaria y si no queremos caer en afirmaciones gratuitas como las de tantos portavoces y Pitonisas, debemos sentar un principio metódico: poco, o sólo mediatamente, nos interesan las vestiduras míticas o ideológicas de la conciencia revolucionaria; lo que acapara lo esencial de nuestro interés son las motivaciones de existencia material en referencia a las cuales la conciencia revolucionaria tiene que conformar su estructura y delimitar sus contenidos. Nacida como conciencia inmediata de la contradicción constitutiva del modo de producción vigente en una sociedad, sea cual fuere la radicalidad de su aparecimiento ideológico momentáneo, la conciencia revolucionaria tiene necesariamente que ser el enjuiciamiento más radical de toda la organización interna de dicho modo de producción. Es por eso que sólo el análisis económico-político minucioso de un modo de producción determinado nos puede indicar qué estructura puede tener la conciencia revolucionaria en un momento y un sitio determinados y cuáles van a ser sus contenidos concretos. Todo lo que podemos hacer a priori es desenmascarar la radicalidad de la conciencia revolucionaria, extraer su expresividad revolucionaria, oculta en la simbólica social cotidiana que se encuentra dominada por las ideologías y los mitos de la clase influyente (lo que ha sido y es tarea del arte revolucionario) o describir los postulados de esa radicalidad relacionándolos con el origen de la conciencia revolucionaria en cuanto fuerza social encaminada a transformar los fundamentos de un orden contradictorio y negativo para la existencia humana.
Estos postulados de radicalidad de la conciencia revolucionaria podrían ser descritos de la siguiente manera. La conciencia revolucionaria es conciencia:
a) de que es un ordenamiento social EN GENERAL el que se encuentra en un estado incorrecto,
b) de que esta incorrección es HUMANAMENTE provocada y humanamente susceptible de transformación, y
c) de que la posibilidad de esta transformación depende directamente de la PROPIA acción transformadora.
Cuando decimos que la conciencia revolucionaria es conciencia de la incorrección general de un modo de vida humano, significamos que ella no se reduce a poner en cuestión modos secundarios o derivados de comportamiento social (administrativo, jurídicos, culturales, etc.) sino que, en virtud de una experiencia básica, referida a las posibilidades de subsistir o perecer MATERIALMENTE, condena la estructura contradictoria íntima del proceso de producción de bienes materiales que se encuentra como fundamento de todo el complejo secundario o superestructural de relaciones humanas.
Cuando decimos que la conciencia revolucionaria es conciencia del carácter humano que poseen tanto la incorrección de las relaciones sociales como la posibilidad de su superación, significamos que ella afronta dicha incorrección como un fenómeno histórico, esto es, nacido de la lucha de los hombres por dominar y ordenar de una manera determinada los medios de producción de la vida, y que considera caduco el orden en que dichos medios se encuentran funcionando. Ella descubre que las posibilidades materiales de los medios de producción permiten y reclaman un orden más efectivo y más justo para la producción de la vida. Considera que la posibilidad de tal transformación no depende de fuerzas cósmicas o extrahumanas sino del hombre y de su actividad política.
Cuando decimos, por último, que la conciencia revolucionaria lo es de la necesidad inmediata de la propia acción transformadora para efecto de superar la incorrección de una situación humana, significamos que la conciencia revolucionaria se descubre a sí misma en un momento y un sitio precisos de la estructura social en los que la contradicción de ésta se hace presente con mayor intensidad; la contradicción se muestra descarnada y decisiva, clara y determinante, y, por ello, capaz de ser afrontada y superada.
Este último postulado de radicalidad de la conciencia revolucionaria remite directamente al análisis concreto de su estructura y sus contenidos. Ahora bien, como la conciencia revolucionaria no es simple reconocimiento o captación intelectual de la contradicción social sino experiencia concreta de ella, sólo podrá existir propiamente allí donde esta contradicción se haga presente en forma decisiva. Por su parte, la contradicción del modo de producción no se encuentra uniformemente expresada en el campo concreto; hay circunstancias en que su presencia es apenas perceptible y hay otras en que aparece como un suceso de vida o muerte para los hombres. Describir el orden o jerarquía en que la contradicción de un modo de producción hace sus aparecimientos concretos es algo que sólo se puede lograr a base de un estudio económico-político de su funcionamiento.
2) Estructura básica del modo de producción occidental
De acuerdo con el punto anterior podemos afirmar que no toda circunstancia histórica es favorable para el aparecimiento propio de la conciencia revolucionaria. El desarrollo histórico de los modos de producción determina para cada una de sus épocas un lugar social concreto al que entrega la posibilidad de superar la contradicción de su respectivo modo de producción. La burguesía francesa tuvo la oportunidad de superar definitivamente el modo europeo de producción feudal; el proletariado ruso estuvo encargado de vencer, dentro de una sociedad semiburguesa, semifeudal, aislada y atrasada, la contradicción del modo de producción del capitalismo ascendente. Así es como surge necesariamente una pregunta: ¿Qué lugar social tiene sobre sí, en nuestros días, la posibilidad o tarea de superar la contradicción inherente al modo de producción que rige nuestra vida? ¿En qué sector humano, constitutivo del modo de producción occidental, se encuentra con mayor grado de potencia la experiencia de una contradicción decisiva? Pero, ante todo, ¿en qué consiste, cuáles son los caracteres esenciales de este modo de producción?
“Capitalismo humanista” lo llaman algunos, otros “capitalismo monopolista de Estado”; nosotros podemos llamarle de un nombre que, como se verá, le cuadra mejor: imperialismo. Comencemos viendo cómo lo describía uno de los que primero lo estudiaron: Lenin.
El estudio que Lenin hace del imperialismo le conduce al reconocimiento de tres caracteres esenciales del mismo en el plano económico:
a) El imperialismo, considerado como estilo de la actividad política de los Estados burgueses, no es sino una expresión de un imperialismo más profundo cuya esencia reside en la forma de actividad económica que el capitalismo tiene que ejercer en la época tardía de su desarrollo.
b) La esencia del imperialismo reside en el apoderamiento, dominio y control absoluto, por parte del capital monopolista o financiero, de toda posibilidad de producción en general a lo ancho de toda la superficie “libre” del planeta.
c) El imperialismo pertenece, en cuanto fase superior del mismo, al desarrollo de una contradicción o enajenamiento que constituye la esencia de la historia humana en general. Esta contradicción, que en últimos rasgos económicos no es sino la existente entre las fuerzas productivas y las relaciones sociales en la que ellas tienen que actuar, se hace presente con el imperialismo en una forma muy peculiar o característica. La existencia de esa contradicción en la esencia misma del imperialismo indica la posibilidad histórica de su destrucción o desaparecimiento. El imperialismo, dice Lenin, es un “capitalismo de transición” o “capitalismo agonizante”.
Comencemos analizando la tercera característica, esto es, la que se refiere a la esencia histórica del imperialismo, para luego delimitar la segunda, o sea la que nos explica las características concretas del mismo.
Lenin afirma que el hecho más importante y singular del imperialismo es la “transformación de la competencia en monopolio” (p. 733).1 “El imperialismo es la fase monopolista del capitalismo”. Y “El monopolio es el tránsito del capitalismo a un régimen superior”, (p. 798). Más adelante, redondeando la idea, nos dice: en lugar del viejo capitalismo ha aparecido uno nuevo, el imperialismo, “que tiene los rasgos evidentes de un fenómeno transitorio, que representa una mezcolanza de la libre competencia y del monopolio”, (p. 754). El imperialismo es “un cierto nuevo régimen social, de transición entre la absoluta libertad de competencia y la socialización completa”, (p. 740).
De estas cuatro citas de Lenin acerca de la esencia histórica del imperialismo nos importa destacar un esquema fundamental.
Ante todo, el imperialismo es un acto histórico de tránsito. En cuanto tránsito, es movimiento inconcluso. El imperialismo es un transcurso que niega el sitio del cual proviene, en cuanto lo abandona, y niega el sitio hacia el cual tiende, en cuanto no lo alcanza. El imperialismo es una contradicción; es un hecho que no se encuentra en paz consigo mismo. Es un fenómeno que, precisamente con el hecho de existir, se niega a sí mismo. Esta contradicción o negación de sí mismo es el primer elemento del esquema que nos explica la esencia del imperialismo. Otros dos elementos son señalados por Lenin y están constituidos por los dos polos entre los que el imperialismo vive y se deshace; son los dos términos entre los que se está moviendo y que lo determinan negativamente. Estos dos términos serían, por un lado, la “ABSOLUTA LIBERTAD DE COMPETENCIA” y, por otro, la “SOCIALIZACIÓN COMPLETA”. La contradicción de estos dos términos —que es el origen del imperialismo— se descubre en el choque o incompatibilidad entre los caracteres de cada uno de ellos. ¿Qué es, entonces, la “ABSOLUTA LIBERTAD DE COMPETENCIA”? La libertad de competencia es un postulado que en el mundo económico capitalista es considerado como rector de las relaciones de producción. La libertad de competencia es el principio, norma o ley reguladora de las relaciones dentro de las cuales el modo de producción capitalista lleva a cabo todo el complicado proceso de su producción. Lo esencial de este postulado rector de las relaciones e producción consiste en lo siguiente: la consideración de que el proceso de la producción se efectúa mediante el concurso múltiple de unidades económicas singulares libres o esencialmente independientes las unas de las otras. Según el contenido de la libertad de competencia, la relación de producción sería el contrato general, tácito o expreso, en el que una multitud infinita de unidades económicas individuales, en uso de su independencia o libertad esenciales, se juntan y compiten entre sí con el objeto de producir y de aprovechar los productos. La unidad económica singular, su libertad y su capacidad individual como base última del proceso y las relaciones de producción es, pues, la característica fundamental de la libertad de competencia.
¿Qué es la “SOCIALIZACIÓN COMPLETA”? Si observamos las fuerzas productivas en su grado de desarrollo actual, hay un hecho que se presenta con el grado más elevado de evidencia: las fuerzas productivas, en su momento actual de desarrollo técnico, se encuentran ensambladas orgánicamente en un funcionamiento productivo tan complicado, tan universal y tan unitario, que no hay un solo momento o un solo sitio de carácter económico en el planeta entero que no se encuentre íntimamente incluido en él, perteneciendo a él y accionando desde él y hacia él. Este funcionamiento unitario y universal de las fuerzas productivas determina el que cualquier acto singular o individual sólo tenga sentido en referencia al todo de ese funcionamiento; no hay instante, lugar o acción que se pueda declara independiente de él. A este sentido de lo parcial en referencia a la totalidad, de lo individual en referencia a lo general, denomina Lenin: SENTIDO SOCIAL. Nos encontramos ante la evidencia de las fuerzas productivas. Han alcanzado, en cuanto infraestructura, un sentido social universal. La socialización completa o total de la que habla Lenin sería, por lo tanto, la organización de las relaciones de producción en concordancia y consecuencia íntimas con el hecho dado del sentido social universal de las fuerzas de producción.
Resumiendo, podemos decir, de acuerdo con la fórmula de Lenin, que la contradicción histórica esencial del imperialismo es la contradicción existente entre las relaciones de producción en el sentido de la “absoluta libertad de competencia”, por un lado, y las fuerzas de producción en el sentido de la “socialización completa”, por otro.
Si este es el imperialismo desde el punto de vista puramente histórico, ¿Cómo se presenta, en general, desde el punto de vista económico?
Condenado al fracaso, amenazado por la explosión de su contradicción constitutiva en el interior de sus fronteras políticas, el capitalismo industrial elaboró, en movimiento paulatino y automático de ascensión y expansión, una transformación formal de sí mismo que lo llevó a salvarse momentáneamente del desequilibrio peligroso en que se hundían más y más las economías nacionales de sus Estados burgueses europeos. De capitalismo industrial, se transformó en capitalismo financiero; se decidió por su última posibilidad: el imperialismo.
“La producción se ha vuelto social, dice Lenin, pero la apropiación sigue siendo privada”. Puesto que el carácter social de las fuerzas productivas reclaman una organización de control también social de las relaciones de producción, el capitalismo inaugura una medida de compromiso: el control monopolista de la producción. Nada se produce, nada circula y nada se consume que no entre en la previsión y la imposición “sociales” determinadas por el monopolio. ¿Qué es esto de “monopolio”? Las fuerzas productivas, como producción industrial, se desarrollan a fines del siglo pasado de una manera vertiginosa. Pero este desarrollo, debido a las relaciones sociales de libre competencia, se realiza en una forma caótica, desigual y decentralizada. Una nueva manera de producir requería una nueva forma de organizar la actividad productiva. Esta nueva forma no pudo aparecer; las característica constitutivas del estado burgués son contrarias a una renovación radical. Y precisamente porque esta nueva organización no apareció en el campo general o político, se improvisó automáticamente una nueva organización en el campo especializado de la administración del capital privado. Este ordenamiento improvisado para afrontar los problemas de una producción social en un medio de relaciones privadas es el monopolio; la nueva forma de capital que él origina es el capital financiero. Se organizan, combinan, unifican y controlan la producción y la distribución de los productos de una rama industrial: estamos en el nacimiento de los cartels y los trusts; se combinan la producción y la distribución de diversas ramas industriales: estamos en el nacimiento del monopolio. Los monopolios a su vez, y este momento es decisivo, se relacionan entre sí, fusionan sus capitales por medio de empresas bancarias y constituyen, en el puro campo del capital, una especie de fábrica de capitales. “Concentración de la producción: monopolios engendrados por ella; fusión o entrelazamiento de los bancos con la industria: tal es la historia de la aparición del capital financiero y el contenido de este concepto.” (p. 795)
Esta solución formal del caos en el proceso económico capitalista no hubiese podido, pese a su vigencia total y a su efectividad prusiana, solucionar nada esencial en referencia a las relaciones injustas que él consagra entre las clases de su Estado nacional correspondiente, sino hubiese sido simultáneamente una empresa económica que, saltando por sobre sus propias fronteras nacionales, pudo traer del exterior precapitalista los medios necesarios para compensar, en la medida de lo posible, la producción y acumulación siempre crecientes de sus plusvalías nacionales. El sistema monopolista es, simultáneamente, exportación de capitales, formación de capital financiero, freno de aquella para protección de éste, en definitiva, extracción de renta de las economías nacionales en regiones subdesarrolladas: imperialismo, “capitalismo de usura internacional” (Lenin). El capitalismo industrial se veía periódicamente ante crisis económicas que le recordaban su base contradictoria: con la incorporación del método monopolista y de exportación de capitales, con su transformación en imperialismo, las va sofocando dentro de las fronteras de las economías nacionales desarrolladas y las va rechazando hacia los sectores subdesarrollados, provocando así en ellos un estado de crisis permanente.
Mediante su transformación en imperialismo, el capitalismo utiliza la posibilidad más extrema en su proceso de acumulación y concentración del capital: el monopolio consagra y cristaliza el capital de los Estados burgueses en el grado más alto de concentración que permite su estructura caduca; el dominio financiero de la exportación de capitales asegura para la economía nacional de esos Estados toda posibilidad de creación o acumulación de capital. El desarrollo no es un fenómeno natural, accesible al mero esfuerzo propio de una economía nacional “por desarrollarse”; celosamente protegida la concentración presente del capital en el bloque desarrollado, su capacidad de crecimiento o acumulación en el mundo subdesarrollado es controlada de las más diversas maneras. Es un hecho lo que ya notaba Lenin: en la época imperialista surge “la posibilidad económica de contener artificialmente el progreso técnico” (p. 808). Diversificación artificiosa de productos de baja calidad (esto es, creación de necesidades supérfluas para la población “desarrollada”), industria de guerra, freno de la capacidad productiva: es peculiar del imperialismo la acumulación EN SENTIDO NEGATIVO de su capital, mediante el desperdicio, el mal uso y el freno de su productividad. El imperialismo vive de la diferencia entre desarrollo y subdesarrollo; de esto su política de división en el mundo subdesarrollado, que le permite regir: el imperialismo mira la fuente de su poder en la existencia de economías nacionales dependientes, organizadas alrededor de burguesías frustradas y raquíticas, basadas en la explotación de inmensos grupos humanos y dedicadas a combatirse entre sí por ofrecer mejores oportunidades a la usura del capital financiero.
Como podemos ver, la contradicción fundamental del modo imperialista de producción traduce pero en términos extremados, superlativos o acabados, la misma contradicción fundamental del modo ascendente de producción capitalista. El imperialismo, decíamos con Lenin, se deshace entre la “absoluta libertad de competencia” y la “socialización COMPLETA”, esto es: por un lado, la “libertad de competencia” que, vigente, estatuida y defendida por la superestructura política mundial, pretende basarse sobre una igualdad sustancial y jerárquica de un sinnúmero de entidades administrativas privadas de individualidad nacional y que, sobre el plano de este respecto entre “individuos políticos nacionales” enfrenta indiferentemente, en una “competencia entre iguales”, sociedades tribales, territorios feudales, repúblicas liberales y Estados burgueses; en el otro polo de la contradicción real del imperialismo, una infraestructura económica que es la negación absoluta de esa misma organización política basada sobre entes nacionales privados y libre competencia: las fuerzas productivas en el proceso económico del capitalismo financiero se hallan funcionando sólo a base de un ensamblamiento en escala mundial -el más “natural” de los productos de un esclavo africano y el más “técnico” de los objetos elaborados por un obrero norteamericano se hallan unificados en una sola empresa productiva de un solo capital general-, las fuerzas productivas se encuentran laborando en la más íntima colaboración material a lo ancho de todo el planeta, su actividad es, como decía Lenin, esencialmente “social”, esto es, esencialmente MUNDIAL. Hoy en día, en la época imperialista, la producción es mundialmente social y la propiedad nacionalmente privada: esta es la contradicción fundamental. Hacia ella convergen todas las demás que acosan el sistema imperialista. Hacia ella convergen también las contradicciones internas en un país subdesarrollado: la fuerza interna de las burguesías nacionales subdesarrolladas proviene de su carácter de representantes del imperialismo. La persistencia sutil del colonialismo, que neutraliza las clases medias y que puede permitir una revolución del proletariado campesino en sentido de liberación nacional, se explica también sólo por la presencia del sistema imperialista.
NOTA: Este artículo apareció, por causas ajenas a nuestro control, y especialmente por ausencia del autor, en forma mutilada e inconclusa en Pucuna N° 5. Hoy lo presentamos en forma total.
REFERENCIAS
^ * Bolívar Echeverría, “De la posibilidad de cambio”, Revista Pucuna, n. 6, abril de 1955, pp. 26—33. Agradecemos a Luis Corral que nos hizo llegar la versión facsimilar de la revista. Publicado bajo una licencia Creative Commons 2.5: Atribución—NoComercial—SinDerivadas.
^ 1 V. I. Lenin: El imperialismo, fase superior del capitalismo. Obras escogidas en tres tomos, tomo I, Edición castellana, Moscú 1960.
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Fuente: Blog Bolívar Echeverría